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El Cuento, palabras de Alberto Manguel
Biblioteca Nacional de Colombia
13/11/2018

Chéjov cuenta que una vez, cuando estaba ejerciendo por un breve periodo la penosa profesión de maestro rural, había encargado a los niños en su clase una composición sobre el tema del mar. Entre los escritos que los niños le entregaron había uno que consistía de tan solo cuatro palabras. "El mar es grande." "Esto," anotó Chéjov en su diario, "es la perfección que estoy buscando cuando escribo cuentos."

Brevedad, verdad poética, estilo por supuesto: estas calidades hacen a los mejores cuentos, y oponen en la imaginación del público lector, al menos en lo que concierne a la primera, el cuento a la novela. Sin embargo, cada una de estas calidades afecta a las otras. 

• La brevedad enfoca la atención en lo que es absolutamente y esencialmente cierto en la historia, sin permitir al autor irse por las ramas ni diluirse en banales imprecisiones, y ofrece así al lector, en el mejor de los casos, una voz adecuada -- y hasta exigida-- por los eventos contados. 

• La verdad poética es necesaria en el cuento porque el lector husmea las patrañas, las falsas noticias, esas hipocresías que siempre debilitan el estilo y que en la extensión de una novela quizás se noten menos. La complicidad de los lectores de cuentos sólo se obtiene si éstos oyen la voz del autor diciéndoles: "Por supuesto que miento. Ahora ¿me crees?"

• Y en tercer lugar, el estilo porque, como dijo Oscar Wilde, en asuntos de grave importancia, lo esencial es no la sinceridad sino el estilo." 

Brevedad, verdad poética, estilo. Esta trinidad literaria, si bien ilumina también los otros géneros, se manifiesta en el cuento con indiscutible y tremenda claridad. Y como en la Trinidad teológica, estas calidades no pueden ser separadas la una de la otra. Un estilo ampuloso o avaro diluye o evita la verdad. Una verdad dicha con pobre estilo y sin concisión no es convincente. Y brevedad sin verdad ni estilo no es un cuento sino un tweet.

Me dirán que hay excepciones. Por supuesto. Sin embargo, aún en los casos cuando lo que llamamos un cuento abarca un escandaloso número de páginas (como en algunos de Alice Munro) o intenta un estilo casi invisible (como en los de Virginia Woolf) o admite mentir con descaro (como lo hace Amparo Dávila en varios de sus cuentos) de manera explícita o implícita esa trinidad está siempre presente. Son estas calidades las que mantienen la atención del público desde las primeras narraciones cavernícolas. Eso lo entendió Sherezade, quien dividió su relatos salvadores en fragmentos para que abarcasen cada uno, como un breve sueño, la extensión de una única noche. "Me alquilo para soñar," dice Frau Frida en uno de los Doce cuentos peregrinos. Y García Márquez agrega, definiéndose al mismo tiempo a sí mismo: "En realidad, era su único oficio."

Edgar Alan Poe, maestro del cuento, en una reseña de los memorables cuentos de Hawthorne, opinó que, para quien quiere contar una historia, la novela común y corriente no sirve a causa de su exagerada extensión. "Como una novela no puede ser leída de un trago," dijo, "pierde el inmenso poder que proviene de una totalidad narrativa."

Poe (quien no había leído a Thomas Bernhard) arguyó que un novelista debía dar todo a conocer y que tenía el deber de explicar o de explicarse. El cuentista, en cambio, según Poe, podía permitirse una simple declaración de principio o una concluyente paradoja. Poe, como sabemos, rara vez siguió sus propios consejos.

Con la excusa de no querer extenderse, un cuentista puede ofrecer solamente ciertas claves esenciales y, en el mejor estilo de los relatos bíblicos, no decirnos de qué color eran los ojos de David ni la edad del hijo pródigo. A los autores de la Biblia les basta con contarnos que Cristo echó a los mercaderes del templo sin hacer la lista de los productos que vendían, y que Moisés muere antes de llegar a la Tierra Prometida sin describir el sin duda melancólico paisaje de sus últimas horas. En el caso de Poe, no sabemos cual fue la supuesta ofensa que condena al pobre Fortunato en "El barril de amontillado" ni cual es el camino que lleva a la sombría Casa de Usher. Estas precisiones hubiesen sido inútiles.

Brevedad, verdad, estilo. En 1929, René Magritte pintó un cuadro llamado La traición de las imágenes que se hizo inmediatamente famoso, menos por sus precisas pinceladas que por la insolencia de su subtítulo. Magritte pintó una pipa y debajo de ella escribió con prolija letra de colegial: "Esto no es una pipa." "Esto no es una pipa" como "El mar es grande" ejemplifican los dos polos de una narración –ocultar lo que se narra y resumir su esencia-- y entre los dos definen quizás lo que llamamos un cuento.

Alberto Manguel, Bogotá 6 de noviembre 2018