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Reminiscencias escogidas de Santafé y Bogotá

José María Cordovez Moure
(14)

Trastornos trastornos

Lorena Rubiano
trastornos
(14)

Trastornos

Lorena Rubiano

Reminiscencias escogidas de Santafé y Bogotá

José María Cordovez Moure

ASALTO AL CONVENTO DE SAN AGUSTÍN POR LA COMPAÑÍA DE RUSSI

“Abierta el arca, los ladrones se apoderaron de cuatro mil pesos, que, en monedas de oro y plata, guardaba allí el padre; más las prendas que algunos cuitados le dejaban en seguridad del dinero que les daba a préstamos con interés; más el pectoral de San Agustín, alhaja de gran valor, compuesta de brillantes y esmeraldas; más otras cosillas de oro y plata, que esos buzos de tierra pescaron en el vientre de aquel cofre inagotable”.

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EL HOGAR DOMÉSTICO

“[…] cuando el ama de la casa sospecha que las interlocutoras tendrán la lengua seca de charlar y gritar, las apacigua, les hace servir onces, que en otros buenos tiempos consistían en pocillos de plata bruñida llenos de bien batido chocolate, servidos en platos del mismo metal, con exquisitas arandelas, es decir, colaciones y queso de estera, que al caer en el caliente líquido se convierte en hilos apetitosos que salen envueltos en el pan, para satisfacer el gusto del afortunado paladar a que se destina”.

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ARTES, CIENCIAS Y OFICIOS

“Los sastres confeccionaban piezas de ropa que abrigaban el cuerpo y afeaban las formas; para tomar y fijar las medidas del que iban a disfrazar, usaban tiras de papel, en el que hacían cortadas triangulares. Los zapateros hacían suizos, escarpines y babuchas cosidas con cabuya encerada y cordobán, gamuza y cuero de becerro teñido con tinta que olía a mosto fermentado […] Estos oficios se reputaban humildes; a los sastres los llamaban remendones, y a los zapateros les aplicaban el siguiente versito: Zapatero tira cuero, / ¡bebe chicha y embustero!”.

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I

Tiene que ser hoy, me repito y me doy fuerzas. Abro la gaveta del escritorio de Manuel y agarro la tarjeta. Las piernas me tiemblan. Puedo sentir el frío en la cara y las primeras gotas de sudor en la frente. Es un día congestionado en la agencia. Avanzo con cuidado por el pasillo tratando de contener la euforia. Desde el corredor veo el hall principal: filas de clientes camino a las salas de espera. En minutos estarán en el depósito, debo apresurarme. Alcanzo la puerta de vidrio, deslizo la tarjeta y entro.

Enciendo las luces. Los anaqueles donde cuelgan las botellas se iluminan uno a uno. Avanzo con cuidado entre ellas y observo los frascos catalogados por seriales de cinco dígitos. Es probable que la luz ocre que se refleja me delate, pero no hay marcha atrás. Saco del bolsillo el papel con el código: 86-12-9, busco el número y sigo sudando. El olor que expele mi cuerpo se anida en mi nariz y me impide rastrearlo. Cierro los ojos e inhalo con fuerza. Por primera vez desde que entré puedo percibirlo con levedad, aguardando por mí en el fondo de la habitación. Trato de no perder la calma, pero los aromas contenidos empiezan a entrar bruscamente en mi cuerpo y obstruyen mi garganta, mis piernas pierden fuerza y se desvanecen. Me incorporo, agarro el frasco y lo guardo de inmediato en el bolsillo de la chaqueta. Quiero correr. Trato de mantener la calma. Paso la tarjeta y salgo.

Vuelvo mi cabeza al edificio desde la calle. Presiono la botella sobre mi cuerpo y sigo caminando. Miro el reloj: 8 de la mañana, dentro de poco las calles se llenarán de personas y el olor emergerá de la gran masa de carne en movimiento. Camino y reconozco a lo lejos la multitud. Me acerco a ella, el olor suspendido en el aire, avanza sobre mí rápidamente. Trato de controlarme, pero la idea de buscarla en la horda me empuja hacia ella. Soy consciente de la imprudencia de mi acto. Aun así entro. Disfruto el contacto con los cuerpos en movimiento.

Aquí afuera se ha perdido la noción de espacio por completo, algunos nacieron sin ella, y aunque ya sea un habitual de esta ciudad atiborrada de personas, sigo siendo un extraño. No somos más que un pesado animal que intenta desparramarse por el suelo. Con torpeza me abro paso entre la gente, abro los ojos, inhalo. Allí está ella María. Esta vez con un vestido purpura, cabello enrojecido y algunas pecas. Parece tener prisa, me acerco y el olor me penetra, su cabello frota mi mejilla con suavidad, se mueve, descarga el peso de su cintura en mí y me pone duro. Se dirige al café en frente del cementerio central. Por un momento el olor de las flores pudriéndose me aleja de ella. Pero no, aún estoy cerca, es mía por unos minutos. Cuando logro relajarme, llega el temor de estar imaginándolo todo. La idea me aterra, pero recuerdo el pequeño frasco en mi bolsillo y me tranquilizo, ella está conmigo. Vuelvo a mirar el reloj: 11 de la mañana. Debo volver a casa. Termino el café, inhalo de nuevo y salgo.

Avanzo por la calle con dificultad, a esta hora el volumen de personas ha aumentado y el olor empieza a volverse insoportable, irreconocible. Estoy a pocas calles de casa. El agotamiento me adormece, pero sigo caminado. Desde la esquina del edificio veo el carro de Manuel estacionado frente a la portería, alzo la mirada y ahí está él, inspeccionando el apartamento. Me recuesto sobre el muro y cierro los ojos.

II

Era martes en la noche. Estaba en la oficina cubriendo uno de los turnos. Había llevado cinco cuerpos y me sentía cansado para volver a casa de inmediato. Subí a los dormitorios del segundo piso y me tendí sobre una de las camas. Al despertar entendí que estaba solo: no había ruido, y las pocas luces que atravesaban el recinto venían de los edificios contiguos. Me incorporé e intenté ponerme los zapatos. Sentado aun sobre la cama, llegó su olor con fuerza, era María. La idea de sentirla con esa intensidad después de tanto tiempo me atemorizó. Pensé que perdía la razón. Me levanté y salí de la habitación. Seguí con mi nariz el olor, subí hasta el último piso y me encontré frente a la puerta de un recinto que contenía pequeñas celdas donde flotaban unos cuerpos envueltos en vendas. En este punto su aroma era invasivo. Me había penetrado por completo. Me alejé y salí del edificio.

Cuando llegué a casa no podía pensar en otra cosa. Llevaba varios años trabajando en ese sitio, haciendo las entregas de los cuerpos a los clientes y jamás me interesó realmente lo que pasaba con ellos. Ahora su aroma estaba contenido en esa extraña habitación.

La noche siguiente esperé en el edificio hasta que se desocupó. Mientras subía, escuché ruidos que venían del cuarto donde había estado la última noche. Me acerqué y vi cómo un grupo de mujeres recogían las vendas que envolvían los cuerpos para llevarlos al laboratorio. Las seguí y me filtre en la habitación. En el centro de aquel lugar un exprimidor gigante retorcía las telas una y otra vez. De ellas salía un líquido amarillento que se depositaba en frascos con los códigos correspondientes a las celdas donde dormían los niños.

Desde ese día, cada noche, me escabullí al laboratorio para recolectar algunos trozos que quedaban atrapados en los rodillos del exprimidor. Pronto descubrí que la gran máquina extraía de las vendas las fragancias que los niños expelían al dormir. Las muestras tomadas semanalmente eran almacenadas y clasificadas en un depósito gigante con el historial olfativo de cada niño. Finalmente, los clientes elegían las fragancias y compraban los cuerpos. Durante varias noches coleccioné cabellos, uñas y pedazos de piel que quedaban atrapados en las fibras de las vendas, y que contenían su olor entre el olor de otros tantos niños. Llevaba esas fibras a casa y las apilaba dentro de un contenedor pequeño. Allí pasaba horas con ellas, tumbado en la cama imaginando miles de cosas.

Imaginaba a María. La imaginaba cerca como si nunca se hubiera marchado.

Con los días, el olor que emanaba de las fibras fue diluyéndose hasta que desapareció. La angustia de perder lo que vivía en esos olores me resultó insoportable. Todo lo que hacía para mantener vivo su recuerdo era inútil, debía hallar la manera de tenerla por más tiempo, de no dejarla ir. Fue entonces cuando tomé la decisión que lo cambiaría todo. Por semanas estudie con cuidado los detalles, rastreé el código del frasco que debía robar y emprendí el plan que me llevó a este punto: frente al edificio donde alguna vez vivimos juntos y al que no podré volver jamás.

III

Abro los ojos y decido caminar hacia la plaza. Cuando Mari y yo llegamos a la ciudad, todo parecía extraño. Ella pasaba horas sentada frente a la ventana viendo los edificios de cristal y las plazas que empezaban a colmarse de personas. Ya no me quedan más que recuerdos y su olor contenido en este frasco. En la agencia saben que lo he robado. Es probable que alguien me viera salir del depósito. Ahora Manuel revisa entre mis cosas buscando algo que le de pistas de mi paradero. Seguramente encontró el contenedor con los residuos de las vendas. Pensará que estoy completamente loco. No puedo volver, de hacerlo, moriría. No hay marcha atrás.

Mientras me alejo observo con detalle los edificios de la calle. Algunos cuerpos se mueven en la distancia. Arriba están las camas, las sillas y las personas sobre ellas flotando. Nada de lo que veo me hace pensar en la vida a su lado: ya no existe esa ciudad, Mari, no puedo encontrarte de esa manera: en las imágenes, en los recuerdos de las calles que caminamos tantas veces. Ahora estás en la muchedumbre; apelmazada en los cuerpos que andan como cardúmenes gigantescos, en ese olor que apenas puedo reconocer con dificultad en ciertas personas, en algunos sitios.

Camino.

De nuevo el cansancio; la cabeza retumba en mil sonidos con cada paso y los pulmones parecen pesados, como si el aire quedara atrapado sin poder salir. Agarro el frasco y la sensación de tenerte a mi lado me tranquiliza. Creo que he perdido la razón.

Miro el reloj de nuevo: son las 2 de la tarde, hay un olor particular en el aire. La lluvia es pesada. Las personas sobre la calle se funden con el espacio, se mueven mientras me aproximo. Estoy mojado y la ropa pesa, me escurre agua por la cara, estoy llorando. No sé cómo termine todo esto.

Pronto llega el olor de cuero y pelo húmedo; me abraza con dulzura, me abre la puerta. Aquí estás, Mari; me siento a salvo. Cierro los ojos, inhalo con fuerza y me pierdo en la multitud.