Un sabor, una vida, una identidad
La experiencia que por medio de la palabra se traduce en escritura, nos permite recorrer de la mano de la persona que escribe todo el conjunto de variadas impresiones, reflexiones y sentires que habitan en su ser, convirtiéndonos en testigos y confidentes de una vida que palpita como la nuestra. Desde el corregimiento de Charguayaco, en el departamento del Huila, Ana Lucía Plaza nos invita a recorrer junto a ella la forma en que ha transcurrido su vida en medio de las plantaciones de café; una historia presentada desde una perspectiva tan íntima y directa, que llega a hacernos partícipes de sus propias formas de sentir y habitar su día a día.
Por: Ana Lucía Plaza
Corregimiento de Charguayaco (Pitalito - Huila)
Biblioteca Rural Itinerante Peñas Blancas de Charguaryaco
Esta crónica se extrae del libro Voces de Charguayaco, que surge del proyecto Sembrando lectores para cosechar escritores, en Pitalito-Huila. Para conocer la experiencia completa observa el siguiente video:
Por Ana Lucia Plaza
Corregimiento de Charguayaco, Pitalito-Huila
En Colombia no existe la hora del café o la hora del té, como en otros países; aquí se toma café o “tinto” a cualquier hora y la cantidad que se quiera, amargo o dulce, según lo prefieran.
En las familias de una zona cafetera de Colombia desde el más pequeño al más grande conocen de primera mano el trabajo que se necesita para que el mundo disfrute de esta maravillosa bebida negra. Así como en la Edad Media, donde toda la familia trabajaba en un solo oficio, en una finca cafetera todo es un trabajo en conjunto, cada miembro de la familia tiene su lugar específico y todos actúan en pro del café. A mediados del siglo dieciocho —cuando llegó el café a Colombia— nadie habría imaginado que esa pequeña pepa sería de tanta importancia como lo es actualmente.
Cuando llegué a este mundo mi papá ya era 100 % caficultor y desde muy chiquita empecé a tener contacto con el café, ya que mi mamá me llevaba con ella a los cafetales cuando no tenía quien me cuidara. En medio de esos enormes árboles —como yo los miraba— me mantenía más en el suelo que en pie, jugaba y ayudaba a recolectar café. Buscaba cuidadosamente las “pachas”, que son dos pepas de café que crecen pegadas, que para mí eran toda una novedad y hasta las comía porque me encantaba el dulce que la almendra tiene. Disfrutaba encontrarme en aquel ambiente, me sentía una trabajadora más, aunque no recibiera nada cuando estaban pagando.
Desde los nueve años he sido testigo del cultivo de 30 000 palos de café. Esto me ha enseñado el valor importante del campo, me hizo mirar que este cultivo es el sustento de miles de familias campesinas que trabajan fuertemente, y que estar en primera fila en este proceso me ha proporcionado mi identidad. He visto a mi papá trabajar bajo fuertes rayos de sol y tempestuosas lluvias, el cansancio reflejado en su rostro cuando llegaba a las cinco de la tarde a la casa luego de guadañar o después de subir a la loma bultos de abono en sus hombros. Esto me conmovía y por eso trataba de sacar las mejores notas en el colegio.
Mi mamá, modelo a seguir por la fuerza de su corazón, me enseñó que la mujer es la mano derecha de un caficultor. Ella cocina, asea la casa, se levanta más temprano que todos y es la última que se acuesta, lleva la comida a los cortes, cuando tiene que pesar lo hace, lava café, lo ayuda a subir a los secaderos, revuelve y recoge, le toca cargar leña o bultos de café y hasta les paga a los trabajadores. Muchas veces ha tenido que hacer todas estas cosas en un mismo día para luego en la noche, mientras le dedica tiempo a la familia, tratar de esconder el cansancio y los terribles dolores en su cuerpo, aunque siempre todos sabemos lo enferma que se pone en tiempo de cosecha.
Hubo descanso cuando el dueño de la finca hizo colocar una tarabita —un medio que permite transportar objetos o personas a una gran distancia—. Tiene tres torres, una en el tercer piso del beneficiadero y donde está el motor con el que es manejada la canasta, y las otras dos en la loma en puntos estratégicos para facilitar el cargue. Ha sido de gran ayuda porque ahora mi papá no tiene que subir a hombros el abono, la comida para los trabajadores se manda en la tarabita, en ella se baja leña y, por supuesto, el café, pero nadie tiene permiso de subir allí, ya que es muy peligroso, y el que lo haga tiene que firmar unos documentos en donde dice que la persona se hace responsable de todo lo que pueda pasarle cuando esté en la tarabita.
Luego vino el manejo de los trabajadores, que es un problema porque es difícil tenerlos contentos en el pago o la comida, y puedo decir con orgullo que siempre se les ha dado un pago justo y que mi mamá les hace la mejor comida que les pueden dar en una finca aun siendo extraños. También se tuvo que conseguir a un caudillo o patrón de corte que es el encargado del orden en los surcos, de vigilar que se coja el café maduro y el que se caiga. Para este tiempo ya no era una niña y tuve que dejar de mirar y empezar a ayudar. Inicié en la casa con mi mamá haciendo aseo y diferentes quehaceres, también lavando enormes cantidades de loza sucia mientras ella escogía café o hacía la siguiente comida.
Pero actualmente ayudo más a mi papá. De un tiempo para acá soy la que le lleva el orden en los cuadernos de los kilajes y de las cuentas, muchas veces he tenido que pagar a todos los trabajadores, ayudo a pelar el café, a empacar desde el patio donde se lava para subirlo a los secaderos, a regar, así como a volver a recoger y tapar el café que se está secando, a volver a empacarlo en los costales mientras mi papá los lleva a la bodega, a pasar café de un secadero a otro y a escogerlo. Junto a él he soportado fuertes rayos de sol, la sed tan berraca que da y los dolores en el cuerpo, he sentido de primera mano solo un poquito el trabajo de mis padres y el de miles de familias durante años.
Cuando empecé a entender un poco más del negocio del café o desde que le pongo cuidado a los precios, me di cuenta de que el caficultor, quien es el que más trabaja y como decimos aquí “el que más se jode”, es el que menos recibe. El precio se mantiene muy bajo y lo que se paga aquí por el café es una miseria, mientras los extranjeros, quienes ni siquiera saben lo que es estar a mediodía en un secadero que ahoga con el sol en su punto más alto, son los que se llevan la mejor parte. Actualmente las empresas extranjeras dan ciertos beneficios a sus productores, pero asimismo piden una excelente calidad. Por otra parte, el caficultor tiene que comprar los insumos a elevados precios y también se tiene que luchar con las plagas como la broca, que pudre la almendra.
Indiscutiblemente me siento orgullosa de pertenecer a este lugar, de ser testigo del que es para mí el mejor cultivo del mundo, y sólo ahora me doy cuenta de que siempre he recibido un pago, pues gracias a eso hoy tengo todo lo que necesito. Un amanecer aquí es maravilloso, el canto de los animales, la frescura del aire, el olor a café que se siente, su sabor amargo que endulza miles de charlas y une amigos, su aroma que trae recuerdos y genera ambientes de paz y tranquilidad.