Reminiscencias escogidas de Santafé y Bogotá
José María Cordovez Moure
La crónica observa lo que existió para lidiar con el pasado. La ciencia ficción imagina y anticipa lo que vendrá para darle
forma al futuro. Los pasajes a la izquierda permiten saborear el tono conservador y consternado del reminiscente Cordovez Moure.
Son al tiempo gusanos digitales que conducen a sus crónicas. Cada texto a la derecha es uno de los catorce cuentos de ciencia
ficción resultado de la lectura remixente hecha por jóvenes narradores bogotanos. Fluir entre el pasado y el futuro y un género
u otro es vivir de cerca en la memoria.
EL HOGAR DOMÉSTICO
“[…] el café apenas se usaba como artículo de lujo para después de las grandes comidas; en cuanto al té, se reputaba como
insípida bebida, buena para el paladar de los ingleses; pero así tenía que ser, porque el modo de preparar las dos bebidas que en
el día constituyen dos ramos importantísimos de comercio en el mundo, era hervir en una marmita u olleta el polvo carbonizado
del uno y las hojas del otro; fácil es adivinar lo que resultaría de tan absurdo procedimiento”.
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LAS FIESTAS DE TOROS
“Puede decirse que hay en nuestra idiosincrasia algo toril, inseparable de nuestro modo de ser. Todos, cuál más, cuál menos,
tenemos inclinaciones a torear, y es muy raro el niño que al pasar por cerca de una res, aunque sea manso buey uncido a enorme
carro, no se quite el sombrero para provocarle; y si alguno de los bueyes en que traen su mercancía los carboneros o leñadores
llega a derribar a fuerza de corcovos la carga, en el acto se arma la francachela y aturden los silbidos y gritos de los
muchachos, entusiasmados con la perspectiva de que el animal se enfurezca y les proporcione un rato de diversión”.
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BENEFICENCIA Y CÁRCELES
“Al frente de la puerta que da al oriente del Hospital tenían establecido el departamento de locos, metidos en estrechas jaulas
oscuras, húmedas y frías: los gritos estentóreos de estos no era el menor tormento que sufrían los enfermos, sin tener en cuenta
la fetidez que exhalaban”.
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I.
Una habitación en un edificio antiguo. Escuchamos crujir las fibras del piso de madera vieja. Cuatro lámparas de luz blanca están
como atrapadas en la oscuridad de las esquinas. Cerca de donde está parado quien observa se extiende un tapete con cabellos
desaliñados que llega hasta el centro de la habitación. Huele a concreto mojado y a agua de hace mucho tiempo.
Al fondo de la habitación hay dos ventanas que dividen la pared de manera simétrica. A través de la primera dos cuerpos pequeños se
asoman para ver una montaña lejana. Esta se esconde en una nube omnipresente de colores rojo, púrpura y amarillo oscuro. Cuando la
nube tiembla, el borde de la montaña emerge como un secreto. Los cuerpos se empinan para señalar esporádicamente puntos
indescifrables en el horizonte violáceo. Son niños.
A través de la segunda ventana nadie mira ni señala.
II.
Está oscuro y eso hace que los ruidos suenen muy fuerte. Se oye un abrir y cerrar frenético de cajones; los rieles y las manijas se
adivinan atrapados en un par de manos desesperadas. Es el sonido de dos manos que buscan. Hacia una esquina del recinto, que hasta
ahora permanecía en la penumbra, una luz tan débil como un susurro enciende el rostro de un hombre arrodillado en el suelo. Está
rodeado de muchísimos objetos apilados. Su mano derecha sostiene una linterna moribunda y su mano izquierda examina tres tubos
parecidos a tubos de dentífrico. La luz intermitente de la linterna cierra la escena en un halo hipnótico sinusoidal.
El ‘explorador de cajones’ refunfuña mientras desenrosca la tapa de los tubos seleccionados. De sus bocas metálicas empieza a salir
muy lenta y densamente un líquido viscoso que parece de color rojo. El hombre revisa el contenido uno por uno. Del primer tubo sale
un fluido escarlata. El segundo parece estar atascado y luego de un gran esfuerzo salen dos pequeños puntitos naranja. El tercero
está totalmente atascado.
–Dónde está el verde… el verde —susurra como conteniendo una erupción de rabia con los dientes. Se pone de pie y empieza a revolver
los cajones de nuevo.
III.
Uno de los niños agarra la sábana protectora de un cuadro que reposa contra una de las paredes de la habitación. En los ojos del otro
se refleja una viruta de luz que escapa del reflejo nacido en el cristal que protege impávido un lienzo en el que únicamente hay una
minuciosa cuadrícula. De los 64 cuadros dispuestos simétricamente en el lienzo, 20 de ellos están rellenos en su totalidad de un
color diferente. Debajo de cada cuadro hay una clasificación alfanumérica correspondiente: Amarillo A-20/ Azul A-29 / Negro N-1 /
Rojo Escarlata R-17. Los demás están vacíos.
Uno de los niños desliza la yema de su índice derecho por el cristal reluciente del lienzo.
–No entiendo por qué es tan importante para él. Los colores no se comen ni nos visten. Tampoco curan enfermedades o construyen
edificios —dice suavemente.
–Aunque creas que está loco, arriesga su vida por algo más que completar estas cuadrículas.
–Si coleccionara y robara olores, tendríamos una gran fortuna.
Los niños descubren el lienzo vecino: una cuadrícula vacía.
–¿Y este de la sábana negra? —dice suavemente uno de los niños mientras empieza a tirar de la sábana negra.
En el lienzo están ellos dos con una sonrisa impresionantemente natural bajo un árbol al que solo le falta el color en las hojas. El
verde ausente como el sonido de un tiempo muy lejano; verde como una duda en los ojos. El tronco del árbol ostenta una escala de
marrones y amarillos robusta; el fondo está compuesto por un cielo más blanco que azul, nublado como horas antes de una tormenta. Los
niños tienen en la pintura la misma ropa que llevan puesta.
–¡Ey! ¡Qué están haciendo! ¡Cuántas veces les dije que mientras estoy fuera no toquen nada! —El rescatista de colores entra
gritando con una maleta colgando de la espalda y tan sucio como el humo—. ¡Fuera de ahí! —exclama furioso—. No arruinen lo que me
ha costado tanto trabajo y delincuencia.
IV.
Una habitación en un edificio antiguo. Dos niños pelean y un hombre grita mientras se mueve por todos lados. El piso cruje como
montones de hojas secas. El hombre se desespera y agarra colérico a los niños de las cabezas. Con un chasquido les levanta la tapa
del cráneo y se descubre una compleja interfaz de botones y pantallas. Oprime simultáneamente dos botones negros y dice exagerando la
vocalización: RE-PO-SO.
Los niños quedan inmediatamente petrificados y erguidos. El hombre se deja caer exhausto en el tapete de la habitación y suspira.
Ha reunido dos tubos de verde lima sin estrenar, y uno de verde oscuro al que le queda la mitad de su contenido.