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Reminiscencias escogidas de Santafé y Bogotá

José María Cordovez Moure
(13)

Humo humo

Carmen Zá
humo
(13)

Humo

Carmen Zá

Reminiscencias escogidas de Santafé y Bogotá

José María Cordovez Moure

EL TERROR DE 1850 A 1851

“A las cinco de la tarde del día 25 de abril, estaban presos la mayor parte de los jefes y socios activos de la compañía de bandidos; en cuanto a los socios honorarios, no cayeron entonces en poder de la justicia gracias a la lealtad de los compañeros, que no los denunciaron. La autoridad siguió las indicaciones del moribundo Ferro, y puso en claro todos los crímenes de la cuadrilla, lo que fue prueba evidente de la cordura del juicio de aquel desgraciado”.

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LAS FIESTAS DE TOROS

“Por fin, después de gran brega, metían los bichos al toril y empezaba la distribución de ramilletes, vino y dulces a las señoras, y brandy en gran cantidad a los hombres: de ahí para adelante la cosa tomaba el aspecto más fantástico. Bebían muchos en una misma botella haciendo gesticulaciones y pantomimas de locos; los de a caballo salían del recinto de la plaza para recorrer a escape, cual furibundo huracán, las calles de la ciudad, gritando y bebiendo como endemoniados”.

“Como la mayor parte de las cantinas estaban establecidas debajo de los palcos de primera fila, ocupados por nuestras más distinguidas damas, recibían estas el baño de vapor que despedían el humo de las cocinas, el vaho de las frituras de pescado y las emanaciones de los ajiacos, empanadas y tamales, todo lo cual, mezclado a exquisitas esencias con que aquellas iban perfumadas, producía olor semejante al de cadáveres en descomposición, rociados con agua de Florida”.

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Camina en línea recta y no mires a nadie por mucho tiempo, camina en línea recta y no mires a nadie por mucho tiempo, camina en… ¿Si era en línea recta? Sí, seguro, pero ¿hacia dónde? ¿Tendrá otras paradas el aerobús? ¿Del costado opuesto? No, me habrían advertido. Debí haber tomado nota de las indicaciones en una libreta de bolsillo.

No importa, tampoco es que pueda mandarme las manos a los bolsillos a ver qué traigo. ¿Esta gente sí traerá bolsillos? Apenas puede uno poner las manos sobre el pecho para no enredarse y que se lo lleve la multitud o lo tumben al piso. ¿Sobre cuántas cosas extrañas estaré caminando en este momento? Qué asco. Hasta muertos debe haber en el suelo, del que seguro no recordarán ni el color ni la textura por la incapacidad de mover el cuello hacia cualquier parte que no sea el frente.

Tampoco es que tuviera muchas opciones además de caminar en línea recta. Haber girado la cabeza en busca de otros caminos me habría delatado inmediatamente. Esto tampoco me lo advirtieron. ¿Qué hago aquí? No conozco a nadie y tampoco quiero hacerlo. ¿Esta es la gran urbe de la que todos hablan y a la que sueñan trasladarse?

De gran ciudad tiene más bien poco y fácilmente podría confundirse con el extinto arroyo de mi pueblo; la gente se mueve con la presión con la que ese río crecido golpeaba las rocas hasta volverlas arena. No haría falta mucho tiempo de quietud entre todas estas personas para que me llevaran de a pedacitos, hasta desdibujarme completamente. Ese, seguramente, sería el mejor escondite: moverme infinitamente en forma de granos minúsculos hacia donde indique la corriente.

¿Descubrirían que vengo de afuera?

Tal vez pase la gente y con su fricción se lleven primero la ropa y yo quede desnuda en medio de todos ellos. Si transitan con más velocidad por uno de mis costados, me iría borrando como una vela que se derrite ante la presencia del viento que empuja la llama hacia un lado. Eso disimularía que mis pulmones no estén en mi cuello, como los de ellos, y me podría quitar esta bufanda que acalora de manera inclemente.

Me voy a derretir; no hace falta que pasen muy rápido por mi lado. Qué calor tan insoportable. ¡Ahora entiendo los gritos de los Iriarte!

Tal vez la fricción no sea como la del río contra la piedra, sino como la de un fósforo sobre una superficie rígida, y en lugar de desnudarme y desdibujarme, yo pueda hacer que arda toda esta gente; que se queme, que se derrita, a ver si al menos huelen a chamuscado.

Estoy segura de que tardarían bastante más tiempo en quemarse por completo que cualquiera de esos enanos que vi arder en el pueblo, uno encima del otro. No era una gran hoguera, y de haber sido yo quien hubiese encendido el fuego, los hubiera usado más como pequeñas antorchas para iluminar mi paso. Hacerlo en grande, impactante, para que a nadie nunca más se le ocurra especular con el agua. ¡Ja! Cobrar toda la vida por el precioso líquido que les habría salvado de una lenta muerte tan caliente como este sol.

A juzgar por la luz que se cuela a través de los edificios, debe ser ya el medio día. Según lo que me dijo Laura Fidel, el aerobús me dejaba en el lugar indicado a las 9:30 a. m. No sé qué tanto habré avanzado durante estas horas.

“Camina en línea recta y no mires a nadie por mucho tiempo”. La indicación parecía sencilla de seguir, de no ser porque en este lugar sólo se tiene al maldito sol para saber en qué dirección se camina. Más funcionarían esas pequeñas antorchas, lo dije.

¿A quién se le ocurrió construir iglesias en vidrio? Es el colmo de la ordinariez.

Tiene sentido que las personas de acá tengan los pulmones en el cuello porque, además del olor tan espeso y uniforme que tiene todo el lugar, probablemente lo más insoportable sea esta incapacidad de respirar sin sentir los codos de los demás aprisionando el tórax. Las personas de baja estatura, como los Iriarte, no sobrevivirían mucho tiempo en estas condiciones –––están destinados a perecer––. Ya imagino a doña Clara Viviana enviando a sus hijas Tomás y Juanita a estudiar a este lugar, para que mueran en el primer tumulto que se encuentren sin posibilidad siquiera de avisar o de que alguien se apiade de su condición y regresen los cuerpos al pueblo. De cualquier forma, se iba a quedar sin entierro. Ya son enanos, merecen todo lo que les pase; merecen morir entre la gente y que los demás caminen por encima de sus cuerpos hasta fundirlos con el asfalto. Merecían morir incinerados ante mis ojos. Si existiera la forma de ver ese espectáculo nuevamente pagaría litros por ser espectadora y no me importaría volver a huir.

Algunos nacen con suerte y no son unos enanos de provincia, sino personas del interior sin mayor deformidad física que tener todos los órganos de su cuerpo acomodados en la mitad superior; como en uno de esos juegos infantiles en los que una pieza encajaba con la otra a la perfección. Son un invento perverso de un juego de niños.

Cómo me serviría estar parada encima de uno de esos cadáveres, tal vez el de Tomás Iriarte, que siempre me pareció tan envidiosa por no compartir el agua de la quebrada que pasaba por el lado de su casa. Ella cobraba. Si no sabía la falta que haría el agua y por ello actuaba de tal forma, entonces esa enana es el ave de mal agüero que condenó a todo el continente a la sequía…. O bueno, al menos la que secó el río del pueblo.

Pararme sobre el cadáver de Tomás Liliana Iriarte a gritar lo suficientemente fuerte para que su familia me escuche en el pueblo y para que, desde la punta de mis pies, hasta la punta de mi lengua, viaje el olor putrefacto que tiene un muerto como ese. Enana desgraciada. Saltaría sobre ella para conseguir ver por encima del hombro de toda esta plaga y divisar la casa de la mamá de Laura Fidel.

No puedo respirar. No aguanto un segundo más en este tumulto.

Un tapete extendido en el ventanal izquierdo de la casa. Aquí es. Laura Fidel no sería capaz de enviarme sin la certeza de una buena recepción. ¿O sí? La última vez que hablamos me reclamó por no haber detenido el incendio, pero no creo que él me haga una cosa de esas. Las indicaciones que me dio eran claras, en todo caso…

Golpea dos veces al llegar, mamá te estará esperando. La puerta sólo se abre una vez al día, así que no dudes en entrar. Ella tiene todo acomodado para que te quedes allí y serán una buena compañía la una para la otra. Cuídate.

Qué maravilla salir de este tumulto, poder verme la punta de los pies; ojalá tenga los dedos completos todavía. Y si no, no importa; un par de falanges menos es un costo que estoy dispuesta a pagar por quedarme en un lugar seguro. Ojalá el infeliz que me los haya robado disfrute haciéndose una loción o alguna cosa con eso. Se los regalo desde ya, así todavía estén pegados a mis pies; nunca me habían dolido tanto.

No pensé que tuviera que esperar todo este tiempo a que la puerta se abriera; aunque cualquier espera es corta luego de haber caminado más de 10 horas para estar frente a esta casa. Lo conseguí. Quiero gritarle al mundo que aquí no me van a encontrar y que, aunque las paredes sean transparentes, no existe un lugar mejor para esconderse.

Tiene sentido que la casa sólo abra una vez al día. Algún genio de la arquitectura hizo que las puertas se abrieran hacia fuera. El movimiento que genera empuja a la gente como si se trataran de esas viejas fichas de dominó puestas en hilera. Es la primera vez que escucho una queja colectiva; el movimiento generado por la puerta desplaza kilómetros de personas hacia atrás, con más fuerza cada vez. Se ha retrasado, en varias horas, el recorrido de todos ellos.

Tanta espera para esto. Pude haber buscado la manera de acostarme en el piso, acabando de una vez por todas con este viacrucis; tal vez me habrían considerado mártir y habrían adornado con mi imagen esas horribles iglesias de vidrio.

Bien, infelices, retírense de mi camino.

Los ríos de gente se han convertido en una ola creciente empujada por la puerta; la multitud casi estática de hace unos segundos es ahora una masa rapidísima que se aproxima a la entrada de la casa materna de Laura Fidel.

Vienen hacia acá.

¡No!

¡No!

¡Cerraron la puerta, hijos de la gran puta!

¿Ya dije que no tengo miedo de volver a huir?