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Reminiscencias escogidas de Santafé y Bogotá

José María Cordovez Moure
(12)

María Cambalache maria cambalache

Luz Alejandra Pedreros
maria cambalache
(12)

María Cambalache

Luz Alejandra Pedreros

Reminiscencias escogidas de Santafé y Bogotá

José María Cordovez Moure

BAILES

“Un destinillo con veinticinco pesos de a ocho décimos, por mes, y las pocas exigencias de la novia, animaban, sí, señor, animaban a los jóvenes a tomar estado, teniendo a su favor el noventa y cinco por ciento de las probabilidades de salir bien”.

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JUICIO Y EJECUCIÓN DE JOSÉ RAIMUNDO RUSSI Y SUS COMPAÑEROS

“En 1872, trascurridos veintiún años después de fusilado nuestro héroe, se propaló la chispa de que, antes de morir, un sujeto en Tocaima había declarado que él había sido la persona con la cual confundió Ferro a Russi, y que, en tal virtud, la muerte de este había sido un asesinato oficial”.

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LAS FIESTAS DE TOROS

“La aurora del 20 de julio sorprendía a los trasnochados fiesteros, cual moscas prendidas en asquerosa llaga, que no se apartaban ni un instante de su objeto, y las venteras reponían las viandas y licores consumidos durante la noche, a fin de mantener latente en los parroquianos el deseo de permanecer como arraigados en el riñón de las fiestas”.

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Habían pasado 5.114 días desde que decidió permanecer ahí. Ni siquiera sabía si lo había decidido o si había alguna extraña razón que yo desconocía y que me costaba imaginar. Ahí, sentada, siempre en la misma posición.

Recuerdo haberla visto en el mismo lugar de siempre, no sé si exactamente en el mismo lugar, tal vez se movía un par de centímetros a la derecha o un par de pasos hacia atrás, hacia la izquierda nunca, ese era el espacio reservado para la basura de los vecinos de Los Alpes, uno de los edificios ahorradores y modernos que se construyeron del año 80 para acá. Con ‘ahorradores’ se referían a que los espacios eran diminutos y la privacidad que se lograba entre las paredes de vidrio era casi nula, supongo. Hacia adelante tampoco la vi moverse, tal vez por lo cerca que se encontraba del anillo vial, de haberlo hecho seguro algún transeúnte habría chocado con ella y eso sí que habría llamado la atención.

A veces la veía leyendo la caratula de algún disco viejo, otras comiendo lo que parecía el almuerzo e incluso alguna vez en julio la vi con un gorro de navidad y en enero con una sonrisa exagerada. Sentí muchas veces que solo yo la veía, no sé si era porque cuando llovía se tapaba con plásticos que parecía tener listos bajo el brazo o porque siempre parecía llevar muchas capas de ropa encima que nunca me permitieron adivinar el grosor de su cuerpo. O si había un tipo de pacto secreto entre los vecinos, un pacto que yo también ignoraba, para no prestarle atención de tal modo que ella tampoco lo hiciera con nosotros.

Me gustaba imaginar las razones por las que en pleno principio de los noventas alguien decidía permanecer años sentada, con todo lo que había por hacer, con tanto para producir, y ella ahí, sentada, en silencio, sin ser observada, escondida de los olfatos clasificadores. Decidí indagar y le pregunté a la abuela, quien llevaba de seguro mucho más de 5.114 días en el barrio. Según me dijo, se rumoraba que le habían quemado a los papás, mientras observaba, como ahora, sentada contemplando sin explicar qué o por qué. ¿Las razones de los padres? Mi abuela no tenía idea, pero aseguraba que estaba traumada, que había quedado loca y que era mejor que desistiera de mi idea de hablarle porque era incluso agresiva.

La llamaba María porque no encontré otro nombre que se asemejara más a la fisionomía de su cara y al tamaño de sus ojos. Una vez mientras la abuela recalentaba alguna cosa para distraer el hambre le volví a preguntar por María, quién es esa, preguntó, la de la esquina de abajo, la que siempre está sentada, le dije. Ah, la del cambalache, respondió. Supongo que se refería al cambuche, porque cambalache podía ser un viejo tango, un pedazo de tierra, un animalito o cualquier cosa, y ninguna de esas cosas cuadraba. Ella notó que me detuve en la palabra y rápidamente empezó a contarme cómo hacía muchos años, muchos más de 14, la ‘niña piedra’ se sentaba una cuadra más abajo y recibía botellones de agua por hacer las tareas de idiomas y matemáticas a los niños del colegio de la otra calle.

Hacía tareas de idiomas y de matemáticas, repetí en mi cabeza. Entonces seguro debe oler a mandarina o a alguna otra fruta exótica de esas que ya no se consiguen; esas que huelen los de clases sociales altas donde todavía se pueden detener a aprender nimiedades. O seguro a alguna cosa aún más difícil de conseguir.

Fantaseaba con hablarle e imaginaba cómo me iba a contar que no estaba loca, que de joven había estudiado, que se había apasionado por un arte y hasta por una persona, y que también había intentado cambiar el mundo, que si estaba sentada siempre era porque lo había decidido y no porque el raye de un trauma le impidiera moverse. Intenté varias veces que nuestras miradas se encontraran, que sintiera que había alguien que sentía una mínima empatía por ella. Pero las calles vivían abarrotadas de gente, y llegar hasta el otro de lado de la calle para que mi mirada fuera la primera que ella viera, entre la multitud, era tarea difícil. Mis movimientos ya no eran solo los míos, debían ir en perfecta armonía con los movimientos de cientos de personas que pasaban a la misma hora por la misma calle.

Un día me llené de valor y quise dejar salir de mi boca un “Buenos días”. Articulé con precisión pero las palabras se volvieron burbujas en la punta de mis labios, salieron de mí letras desdibujadas que se siguieron repitiendo entre los transeúntes como un eco sin sentido, “bueno días”, “meno días”, “melodías”.

Mientras ella volteaba la cara para dirigir la mirada hacia el lugar de donde venía la voz, la multitud me arrastró a una distancia considerable y su mirada volvió a perderse en el espacio vacío. Caminé nerviosa a lo largo de la calle al compás de la multitud, había estado a punto de que ella dirigiera su mirada hacía mí y tal vez de que me respondiera con un “buenos días” bien articulado, pero ya mis reproches hacia mí misma sobre mis problemas de vocalización y mi incapacidad para detenerme aunque todos caminaran se habían disuelto entre el pensamiento colectivo de llevar primero el pie derecho hacia adelante luego el pie izquierdo y hacerlo lo más de prisa posible pues había que llegar ligero a alguna parte a hacer alguna cosa que yo ya tampoco recordaba.

Ese día, aunque ahora que lo pienso seguramente fueron más días, pero yo solo alcance a contar 5.114, no es que los haya contado todos, a veces dejaba de pasar por ahí meses, u otras veces tuvieron que pasar semanas en que me olvidaba de su existencia y si caminar ya era difícil intentar hacer cualquier otra cosa mientras lo hacía era una tarea casi imposible. Ese día, no la vi más. Pensé en preguntar, pero sabía que era inútil. Luego escuché que se la había llevado la policía porque estaba muy enferma. Ella había aguantado durante años las temperaturas más extremas y a nadie le importó, ¿por qué de repente alguien estaba interesado en su estado de salud? Me sentí abatida al saberla ida y yo sin decirle que alguien sí la había notado, no todos los días, pero por lo menos casi todos.

Ese día caminé en calma, intentando que la aglomeración no notara que me iba a desincorporar, logré salir de la multitud como deslizándome y evitando olores. Llegué ansiosa al pedacito de tierra, ahora vacío. Me acomodé. Tardé un par de minutos en reconocer el olor, en mi barrio tan diverso ya no se sentían de esos. Conocí quienes olían a flores, a comidas deliciosas y caras, a jabones, a chicle, a humano recién nacido, pero a lo que ella olía nunca.

Aspiré fuerte: no olía ni a mandarina ni a alcanfor. Olía a sudor fuerte. Nadie me vio.