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La biblioteca-librería

La biblioteca de Nariño comenzó a tomar forma con los libros que le dejó su padre, Vicente Nariño, quien fue contador oficial de las reales cajas de Santafé. En su testamento, suscrito en noviembre de 1778, el otrora contador da cuenta de manera detallada de los libros que contenía su biblioteca: 108 títulos y 245 volúmenes, clasificados según la entrada temática y distinguiendo, en algunos casos, su tipo de encuadernación, en pasta o en pergamino. Poseía libros místicos, de derecho, de filosofía y gramática, libros de “historias” y poesía, libros en francés y una pequeñísima colección miscelánea donde figuraban, entre otros, un ejemplar escrito en alemán y “un librito de montar a caballo”. El padre se hizo así a un importante repertorio de obras, que incluía, además, aquellas legadas por su suegro, el abogado madrileño y fiscal de la Real Audiencia Manuel de Bernardo Álvarez.

Número de libros

Aunque no ha sido posible establecer de manera concluyente cuántos y cuáles títulos conformaban la biblioteca de Nariño, es común oír que su colección rondaba los 6000 volúmenes. El mismo Nariño calificó su colección, en su Defensa de 1823, como “una exquisita librería de muchos miles de libros escogidos” y años antes los había definido como “excelentes”, tanto así que pasaba “su valor de tres mil pesos”. Sin embargo, para establecer esta cifra solo contamos con los inventarios realizados por las autoridades virreinales con motivo del proceso instaurado en contra del santafereño en 1794 por traducir e imprimir de manera clandestina la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Según estos documentos, en aquella ocasión se embargaron cerca de 700 títulos y un total de 1881 volúmenes. No obstante, según Eduardo Martínez Ruiz, el principal estudioso de la biblioteca de Nariño, no fueron 700 sino 630, pues había varios títulos repetidos. En todo caso, la biblioteca no se encontraba completa al momento del secuestro, pues Nariño prestaba sus libros a un círculo amplio de lectores locales y también es probable que haya ocultado en casas de sus amigos más cercanos otros de sus libros.

Sin embargo, gracias a las acuciosas diligencias de los fiscales de la Real Audiencia se puede conocer hoy con certeza el alcance de la colección de Nariño: la lista de libros embargados respeta el orden que guardaban en la biblioteca del santafereño y mantiene las entradas de título, autor, tamaño del libro, tipo de encuadernación y número de tomos. La primera de las dos diligencias de embargo que se llevaron a cabo se realizó en la casa de Nariño, ubicada en la Plaza de San Francisco, en tres momentos diferentes. Comenzó el 30 de agosto de 1794, continuó al día siguiente y finalizó el 3 de septiembre. En esa oportunidad fueron confiscados un total de 672 títulos y 1803 volúmenes, además de cientos de objetos personales: ropas, joyas, muebles y enseres, entre los que vale la pena mencionar una “máquina eléctrica, con su mesita y demás anexos correspondientes”, “un bracerito de plata, de dar candela”, “una papelera de escribir, con todas sus gavetas correspondientes”, “un reloj de sobremesa, ovalado, con pie de palo dorado” y “un cajoncito con 23 piezas de herramienta de carpintería”.

El catálogo

Los libros incautados a Nariño incluían clásicos griegos, latinos, españoles y franceses, y títulos de los más reconocidos autores del momento en materia política, filosófica y económica; y conviven sin problema obras divulgativas y populares con libros altamente especializados. El santafereño sabía conciliar la tradición humanística heredada (encarnada en la literatura, la gramática, la retórica, la jurisprudencia hispánica, las historias clásicas y las crónicas indianas) con los nuevos intereses en las “ciencias de la naturaleza” (física, química, geografía y mineralogía) y la economía política, el periodismo, la educación y la literatura e historia modernas. Finalmente, los libros de devoción, apologética cristiana y teología también campean en sus colecciones, lo que evidencia el peso que seguían teniendo las lecturas religiosas como formas privilegiadas de comprensión del mundo para este momento.

La segunda diligencia se llevó a cabo unas semanas después, el 20 de septiembre de 1794, en la celda de fray Andrés de Jijona, en el Hospicio de los Padres Capuchinos de Santafé. Allí fueron incautados 28 títulos y un total de 78 volúmenes que el hermano mayor del santafereño, José Nariño, había dejado en manos del religioso valenciano después de esconderlos en distintos lugares. El oidor Joaquín Mosquera y Figueroa, que adelantaba el proceso de Nariño, ordenó que se llevara a cabo un procedimiento de reconocimiento e incautación en ese lugar, pues algunos compañeros de Jijona habían comentado a oficiales militares que los libros estaban escondidos en el convento y la noticia ya corría como polvorín por la ciudad.

Estos libros dan cuenta del catálogo de lecturas prohibidas por la Corona, al mismo tiempo que dan luces sobre las lecturas que más curiosidad despertaba en los inquietos estudiantes de los colegios santafereños: obras de Voltaire, Raynal, Robertson, Holbach, Montaigne y Montesquieu; también la famosa colección de poesía erótica compuesta por Ovidio (el tomo V de Amores) y un librito titulado Les amours de Madame Lavariere, una de las más famosas compañeras sentimentales de Luis XIV. Y aunque eran libros prohibidos, todo parece indicar que Nariño contaba con autorización del deán de la catedral, Francisco Martínez D’acosta (a quien el santafereño prestaba libros), para leerlos y conservarlos por un tiempo. Según los fiscales del caso, estos libros se encontraban en pésimo estado, mojados y maltratados, “como si los hubiesen metido en el agua, de modo que cuesta trabajo, en no pocos, desunir sus hojas para leerlas”. Este descubrimiento garantizaba la inculpación definitiva del santafereño.

Nariño: el librero

Nariño tenía en su biblioteca, ubicada en su casa de la Plazuela de San Francisco, “una colección completa de cuanto era menester”, pues ésta también funcionaba como una librería: entonces era común utilizar el término ‘librería’ para lo que se conoce hoy en día como ‘biblioteca’ y ambos vocablos eran intercambiables y funcionaban como sinónimos. Allí se leían, estudiaban, prestaban, intercambiaban, compraban y vendían libros nuevos y usados, al igual que algunos periódicos provenientes de otros países de América y Europa, que llegaban al virreinato a través del comercio legal y eran aprobados por la censura eclesiástica. Otros –considerados amenazas al orden político hispánico o que “atentaban” contra la pureza de la religión católica– llegaban de contrabando. En este sentido, es probable que los circuitos trazados por los negocios de exportación de quina, tabaco, cacao y azúcar que tenía Nariño, y que incluían ciudades como Cádiz, La Habana, Veracruz y Cartagena, seguramente le permitieron al santafereño aventurarse en este mercado.

Nariño era un juicioso y avezado librero: captaba los intereses y las necesidades de su público, y, aprovechando su amplio bagaje de lecturas, le transmitía su fascinación por los libros y ayudaba a modelar su criterio. Su biblioteca estaba al servicio de personas que se imaginaban a sí mismas como parte de un círculo ilustrado y lector, versado en los clásicos, y cada vez más familiarizado con las “lecturas del siglo” y con idiomas como el francés y el inglés, además del latín. Nariño prestaba y vendía sus libros a familiares, amigos y contertulios, profesores y estudiantes universitarios, funcionarios reales y religiosos seculares y regulares: personajes como Camilo Torres, José Antonio Ricaurte, Joaquín Camacho, Antonio Morales, el ya mencionado deán Martínez, el padre Miguel Isla, los extranjeros Luis de Rieux y Manuel Froes, y el mismo Mutis, figuran entre aquellos a quienes Nariño había prestado libros antes de ir a prisión en agosto de 1794 y muchos de ellos también eran habituales compradores.

El comercio de libros

En muchas oportunidades amigos y conocidos le vendieron a Nariño sus propios libros. Es el caso del naturalista y economista Pedro Fermín de Vargas, quien, antes de fugarse del virreinato, le vendió sus libros al santafereño por cerca de 700 pesos y se los remitió desde Zipaquirá. De hecho, algunos de los libros prohibidos incautados en la celda de Jijona se encontrarán con su signatura. Asimismo, todo parece indicar que Nariño estaba interesado en adquirir algunos libros de José Celestino Mutis y por eso pidió a Zea averiguar su valor.

Si bien el comercio de libros no era un negocio boyante, sí dio réditos gracias al espíritu emprendedor de su dueño. Sin duda, Nariño conocía muy bien los arbitrios del mercado de libros, y así lo dejó consignado en su Defensa: “yo he tenido comercio de libros, conocía el lugar, sabía que hay sujetos que pagaban bien un buen papel”. Incluso, personajes como el ilustrado bugueño Miguel Cabal Barona le pagaron oro por algunos libros. De hecho, según se desprende de los papeles incautados por las autoridades virreinales, entre los planes más inmediatos del santafereño se encontraba darle un nuevo impulso a su librería:

Se hará la factura de los libros, exceptuando sólo los que se contemplen necesarios para el uso, y el resto se harán diligencias activas para su venta a precios moderados, recogiendo todos los que están regados, y recuperando algunos útiles de los vendidos y que no se han pagado.

El testimonio del médico y naturalista panameño Sebastián José López Ruiz, iniciado ante la Real Audiencia con motivo del secuestro de todos los bienes de Nariño, evidencia el buen nombre que se había ganado el santafereño como librero. La causa tenía como objetivo salvar del embargo algunos enseres y 66 títulos (192 volúmenes) que le pertenecían al panameño y que estaban a la venta, a título de depósito, en la casa del santafereño –Nariño tenía negocios importantes relacionados con exportaciones de quina con López Ruiz, razón por la cual este le debía una considerable suma de dinero–. Según consta en la relación firmada por López Ruiz en octubre de 1797, había enviado sus libros a casa de Nariño por “la mayor comodidad que podrían tener en su casa para venderse, por la frecuencia de gentes” que allí entraban.

Entre los libros de López Ruiz se encontraban obras de medicina (compendios de cirugía, viruelas, partos y enfermedades venéreas), historia natural, mineralogía, botánica, geografía, historia y teología. Sin embargo, en el listado de los libros embargados a Nariño figuran muy pocos de los reclamados por el naturalista, quizá porque el santafereño había conseguido venderlos con antelación, mientras que aquellos que no habían encontrado salida fueron embargados con los demás y corrieron su misma suerte.

La suerte de la biblioteca

Según documentos del proceso de Nariño, muchos de los libros de su biblioteca fueron subastados y su producto se entregó a los fiadores del santafereño en el caso de la Tesorería de Diezmos. La venta no fue fácil ni inmediata, y nunca fue del todo esclarecida en vida de Nariño. El 18 de mayo de 1795, el santafereño le escribió a la Real Audiencia: “yo sé que desde el principio han estado clamando muchas personas por comprar varios muebles y alhajas, pero sobre todo libros que todos son excelentes y pasa su valor de tres mil pesos y con todo no se ha vendido ni el valor de un peso”. La prueba reina al respecto, sin embargo, es el testimonio del escribano real Juan Nepomuceno Camacho, quien afirmará en su momento:

En el embargo y venta de libros no se separaron los que se dicen corresponder a don Sebastián López, así porque todos los que había en casa de don Antonio Nariño estaban juntos, sin división ni especificación alguna de sus dueños, como porque en aquel tiempo no se sabía cuáles fuesen aquéllos ni sobre el particular había recaído providencia, por lo cual se procedió a la venta de libros indistintamente, bajo la inteligencia de que todos eran de Nariño, y en ella entrarían los de López en el todo o en parte, porque algunos quedaron sin rematarse, lo que puede verse de las respectivas diligencias, y el producto de los vendidos, junto con el de los otros bienes embargados entró en poder de don Antonio de las Cajigas, depositario de ellos.

Sin embargo, teniendo en cuenta el valor y la importancia de los libros de Nariño, es muy probable que aquellos que no fueron vendidos terminaran en los repositorios de la Biblioteca Real –que se encuentren hoy en la Biblioteca Nacional de Colombia–. Según el investigador Eduardo Ruiz Martínez, existen ciertas coincidencias inquietantes al revisar los ejemplares de los libros correspondientes a los siglos XVII y XVIII custodiados por la Biblioteca Nacional de Colombia, los cuales se ajustan a los mismos títulos y autores que figuraban en la biblioteca de Nariño.

Por su parte, es muy probable que los libros hallados en La Capuchina fueran destruidos. Sin embargo, más allá de la materialidad de los libros del santafereño, es innegable que estos se constituyeron en faros de ilustración de ideas para toda una generación y contribuyeron, en una manera realmente difícil de ponderar, a la instalación de una verdadera sociedad de opinión, de crítica argumentada y de libre examen entre nosotros. Como bien dirá en su célebre Defensa, firmada en julio de 1795: “para hacer la felicidad del reino, es necesario dar libertad a las plumas, haciendo la restricción a la religión y al gobierno” y “se debe [poder] hablar y escribir libremente”.

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