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La desgraciada Patria Boba

Era el mejor de los tiempos. Era
el peor de los tiempos
—Charles Dickens
Historia de dos ciudades

A finales del siglo XVIII sucedían cosas tremendas en el mundo. Las colonias americanas de Inglaterra proclamaban su independencia y la ganaban después de una lenta guerra de diez años, con ayuda de Francia y de España, y se convertían en una inaudita república de ciudadanos libres y felices (con excepción, por supuesto, de los negros esclavos). En Inglaterra se asentaba la Revolución Industrial, que iba a transformar el mundo y, de pasada, a sembrar las bases económicas del Imperio británico. En Francia estallaba en 1789 una revolución burguesa: la Revolución con mayúscula. Y en la ingeniosa máquina de la guillotina les cortaban la cabeza a los aristócratas y a los reyes, en nombre de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad. Y al amparo de esa revolución, al otro lado del océano los negros esclavos de Haití lograban su libertad y les cortaban la cabeza —a machete— a los dueños blancos de las plantaciones, y luego a las tropas francesas, y luego a las españolas del vecino Santo Domingo, y luego a los mulatos… Y así sucesivamente.

Las potencias monárquicas de Europa le declararon la guerra a la Francia revolucionaria. Un general corso llamado Napoleón Bonaparte dio en París un golpe de Estado, se proclamó cónsul a la romana y luego emperador de los franceses, y procedió a conquistar por las armas el continente europeo para imponerle a la fuerza la libertad, desde Lisboa hasta Moscú. En cuanto a España (que nunca había dejado de estar en guerra —pues era todavía un gran imperio— en tierra y mar, en el Mediterráneo y en el Atlántico, contra Francia unas veces, contra Inglaterra otras, a veces también contra el vecino Portugal por asuntos de ríos amazónicos o de naranjas del Alentejo), fue invadida por las tropas napoleónicas en 1808, destronados sus reyes y reemplazados por un hermano del nuevo emperador francés. Con la ocupación extranjera se desató además una guerra civil entre liberales y reaccionarios, entre “afrancesados” partidarios de una monarquía liberal y patriotas de dura cerviz animados por curas trabucaires, y el país se desgarró con terrible ferocidad.

Un sainete sangriento

Secuestrados por Napoleón los reyes, en el sur de la península todavía no ocupado por las tropas francesas se creó una Junta de Gobierno, y a su imagen se formaron otras tantas en las provincias de Ultramar: en Quito, en México, en Caracas, en Buenos Aires, en Cartagena, en Santafé (que en algún momento indeterminado había dejado de llamarse Santa Fé, y muy pronto iba a volverse Bogotá). Se abrió así la etapa agitada, confusa y tragicómica que separa la Colonia de la República y que los historiadores han llamado la Patria Boba: el decenio que va del llamado Grito de Independencia dado el 20 de julio de 1810 en Santafé a la Batalla del Puente de Boyacá librada el 7 de agosto de 1819, comienzo formal de la Independencia de España. Diez años de sainete y de sangre.

En la Nueva Granada las perturbaciones habían empezado casi quince años antes, al socaire de las increíbles noticias que llegaban sobre las revoluciones norteamericana y francesa. De la primera, los ricos comerciantes criollos de Cartagena y Santafé y los hacendados caucanos de productos de exportación —azúcar, cacao, cueros, quina— habían sacado la ocurrencia del libre comercio: en su caso, para comerciar con las colonias inglesas independizadas y con Inglaterra misma. De la segunda, los intelectuales —que eran esos mismos hacendados y comerciantes, más los doctores en Derecho que ya entonces vomitaban por docenas las universidades del Rosario, de San Bartolomé y de Popayán— habían sacado las ideas de liberté, égalité, fraternité, entendidas de manera convenientemente restringida: libertad de las colonias frente a España, pero no de los esclavos; igualdad de los criollos ante los españoles, pero no de las castas de mulatos y mestizos ante los blancos. ¿Fraternidad? No sabían lo que podía ser eso, ni siquiera en los más sencillos términos cristianos. Una generación atrás había observado el arzobispo–virrey Caballero y Góngora que nunca había visto gentes que se odiaran entre sí tanto como los criollos americanos.

En 1794 el señorito criollo Antonio Nariño, rico comerciante y estudioso intelectual, había traducido e impreso en Santafé la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Asamblea revolucionaria de Francia: pero sólo había distribuido tres ejemplares entre sus amigos, y había pagado su audacia subversiva con años de cárcel, de exilio y de cárcel otra vez. La represión, pues, empezó en la Nueva Granada antes que la revolución.

Una represión preventiva. Porque lo que aquí había no era ni el embrión de una revolución en serio: sólo una amable fronda aristocrática hecha de mordacidades sobre el virrey y de buenos modales ante la virreina. Aunque la imprenta llegó tarde, en comparación con Lima o México, hacía algunos años circulaban periódicos locales, y se recibían los de Filadelfia y los de Francia. Lo que en París eran los clubes revolucionarios aquí no pasaban de amables tertulias literarias de salón burgués. Antonio Nariño tenía una, que era tal vez también una logia masónica; el científico Francisco José de Caldas otra, el periodista Manuel del Socorro Rodríguez otra más, la señora Manuela Sanz de Santamaría una llamada “del Buen Gusto”, en su casa. En ellas se discutía de literatura y de política, se tomaba chocolate santafereño (no hacía mucho que la Santa Sede había levantado la excomunión sobre esa bebida pecaminosamente excitante) con almojábanas y dulces de las monjas. Una copita de vino fino de Jerez. Para los más osados, coñac francés importado de contrabando por alguno de los distinguidos contertulios. Una señora tocaba una gavota en el clavicordio. Un caballero ya no de casaca sino de levita, con un guiño populista, rasgueaba al tiple un pasillo. Se hablaba de los precios del cacao en Cádiz y de los negros en Portobelo, de los problemas con el servicio indígena, de las gacetas llegadas de Londres y de París (las de Madrid estaban sometidas a una férrea censura desde el estallido de la revolución en Francia), de la ya consabida insatisfacción de los criollos ricos por su exclusión del poder político. Empezaban a llamarse ellos mismos “americanos”, y a llamar a los españoles no sólo “chapetones” —como se les dijo siempre, desde la Conquista, a los recién llegados— sino también “godos”, ya con hostil intención política.

Pocos años antes había observado el viajero Alejandro de Humboldt: “Hay mil motivos de celos y de odio entre los chapetones y los criollos […]. El más miserable europeo, sin educación y sin cultivo de su entendimiento, se cree superior a los blancos nacidos en el Nuevo Continente”.

Entre dos aguas, el ya casi americano pero también godo, funcionario virreinal y poeta aficionado Francisco Javier Caro componía himnos patrióticos:

“No hay más que ser (después de ser cristiano,
católico, apostólico y romano)
en cuanto el sol alumbra y el mar baña
que ser vasallo fiel del rey de España”.

Sus descendientes, ya no españoles sino americanos pero también godos en el sentido político, también compondrían himnos patrióticos, que veremos más adelante.

Todo por un florero

Con las noticias de las guerras de Europa se agitaron esas aguas coloniales que, desde los tiempos de la sublevación de los Comuneros, parecían otra vez estancadas. En la España ocupada, la Junta de Gobierno refugiada en Cádiz convocó unas Cortes en las que por primera vez participarían, con una modesta representación, las colonias americanas; y en respuesta a la invitación, el más brillante jurista de la Nueva Granada, Camilo Torres, escribió un memorial. El hoy famoso Memorial de agravios en que exponía las quejas y las exigencias de los españoles americanos: un documento elocuentísimo que tuvo el único defecto de que no lo conoció nadie, porque en su momento no se llegó a enviar a España y sólo fue publicado treinta años después de la muerte de su autor. El más importante documento explicatorio de la Independencia fue archivado sin leerlo.

O bueno: no era ese el único defecto. Tenía también el defecto natural de no representar los agravios de todos los americanos: Torres hablaba en nombre de su clase, no del pueblo. Señalaba en su queja que “los naturales (los indios) son muy pocos o son nada en comparación con los hijos de los europeos que hoy pueblan estas ricas posesiones. […] Tan españoles somos como los descendientes de don Pelayo”. Era para los criollos ricos para quienes Torres reclamaba derechos: el manejo local de la colonia, no su independencia de España. La independencia que a continuación se proclamó fue el resultado inesperado de un incidente que a la clase representada por Torres se le salió de las manos por la imprevista irrupción del pueblo.

La cosa fue así. Un puñado de abogados ambiciosos y ricos santafereños, Torres entre ellos, y los Lozano hijos del marqués de San Jorge, y Caldas el sabio de la Expedición Botánica de Mutis, y Acevedo y Gómez, a quien después llamarían el Tribuno del Pueblo por sus dotes de orador, y tal y cual, que ocuparían todos más tarde altos cargos en la Patria Boba y serían luego fusilados o ahorcados cuando la Reconquista española, un puñado de oligarcas, en suma, habían planeado organizar un alboroto con el objeto de convencer al viejo y apocado virrey Amar y Borbón de organizar aquí una Junta como la de Cádiz en la cual pudieran ellos tomar parte. Junta muy leal y nada revolucionaria, presidida por el propio virrey en nombre de su majestad el rey Fernando VII, cautivo de Napoleón. Pero Junta integrada por los criollos mismos.

El pretexto consistió en montar un altercado entre un chapetón y un criollo en la Plaza Mayor un día de mercado para soliviantar a la gente contra las autoridades. Fue escogido como víctima adecuada un comerciante español de la esquina de la plaza, José Llorente, conocido por su desprecio por los americanos: solía decir con brutal franqueza que “se cagaba en ellos”. Y el criollo Antonio Morales fue a pedirle prestado de su tienda un elegante florero para adornar la mesa de un banquete de homenaje al recién nombrado visitador Villavicencio, otro criollo (de Quito). Cuando Llorente, como tenían previsto, le respondió que se cagaba en él y en el visitador y en todos los americanos, Morales apeló al localismo encendido de las turbas del mercado, en tanto que su compinche Acevedo y Gómez saltaba a un balcón para arengarlas con su famosa oración: “¡Si dejáis perder estos momentos de efervescencia y calor, antes de doce horas seréis tratados como sediciosos! ¡Ved los grillos y las cadenas que os esperan…!”.

Pero la cosa no pasó de darle una paliza a Llorente y, al parecer, de romper el florero, del cual hoy sólo subsiste un trozo. La autoridad no respondió a la provocación como se esperaba, sacando los cañones a la calle: aunque así lo pedía la combativa virreina, el poltrón virrey no se atrevió. La gente de la plaza se aburrió con la perorata incendiaria de Acevedo y empezó a dispersarse, y se necesitó que otro criollo emprendedor, el joven José María Carbonell, corriera a los barrios populares a amotinar al pueblo, cuyo protagonismo no estaba previsto por los patricios conspiradores. Los estudiantes “chisperos” echaron a rebato las campanas de las iglesias, y al grito de “¡Cabildo Abierto!” las chusmas desbordadas de San Victorino y Las Cruces incitadas por Carbonell, los despreciados pardos, los artesanos y los tenderos, las revendedoras y las vivanderas del mercado invadieron el centro e hicieron poner presos al virrey y a la virreina y quisieron forzar, sin éxito, la proclamación de un Cabildo Abierto que escogiera a los integrantes de la Junta. En la cual, sin embargo, lograron tomar el control los ricos: los Lozano, Acevedo, Torres, que al día siguiente procedieron a liberar al virrey y a llevarlo a su palacio para ofrecerle que tomara la cabeza del nuevo organismo. La virreina, cuenta un historiador, “mandó servir vino dulce y bizcochos”.

Y hubo misas, procesiones, un tedeum de acción de gracias al que asistió toda la “clase militar”, que en pocos días ya contaba con más oficiales que soldados. Pero continuaban los bochinches. Cuenta en su Diario de esos días el cronista José María Caballero que el desconcierto era grande: “Con cualesquiera arenga que decían en el balcón los de la Junta u otros, todo se volvía una confusión. Porque unos decían: ¡Muera! Otros ¡Viva!”. En los barrios se formaban juntas populares, inflamadas por los discursos de Carbonell y sus chisperos: señoritos estudiantes que escandalosamente, provocadoramente, usaban ruana. Se fundó en San Victorino un club revolucionario. El pueblo seguía en las calles, y corrían el aguardiente y la chicha en las pulperías y en las tiendas. El virrey Amar huyó a Honda, y de ahí a España, aprovechando la distracción de una procesión en honor de Nuestra Señora del Tránsito. La Junta creó una milicia montada de voluntarios de la Guardia Nacional: seiscientos hombres enviados de sus haciendas por los “orejones” sabaneros que, cuenta Caballero, cabalgaban por las calles empedradas “metiendo ruido con sus estriberas y armados con lanzas y medialunas”. Se restableció el orden. A Carbonell y a los suyos los metieron presos. Y apenas quince días después de proclamada la Independencia el 20 de julio, el 6 de agosto, se celebró solemnemente con desfiles y procesiones y el correspondiente tedeum en el aniversario de la Conquista.

Es natural: eran los nietos —o los tataranietos— de los conquistadores. Eran los descendientes de don Pelayo. Todos los participantes en los retozos democráticos del 20 de julio eran hijos de español y criolla, “manchados de la tierra”, pero casi ninguno criollo de varias generaciones. Todos eran parientes entre sí. Primos, yernos, hermanos, cuñados, tíos los unos de los otros. La Patria Boba fue un vasto incesto colectivo. Todos eran ricos propietarios de casas y negocios, de haciendas y de esclavos. Por eso querían mantener intacta la estructura social de la Colonia:simplemente sustituyendo ellos mismos el cascarón de autoridades virreinales venidas de España, pero sin desconocer al rey. Querían seguir siendo españoles, o, más bien, ser españoles de verdad, por lo menos mientras esperaban a ver quién ganaba la guerra en la península: si los patriotas sublevados contra el ocupante, o “los libertinos de Francia” que pretendían abolir la Inquisición y la esclavitud e imponer “las detestables doctrinas (igualitarias) de la Revolución francesa”.

La propiedad y el protocolo

Con los indios era otra cosa: los naturales que, según el jurista Torres, no eran nada. Pero todavía les quedaba algo de su antigua tierra. Así que la primera medida de la nueva Junta consistió en abolir los resguardos de propiedad colectiva, dividiendo sus tierras en pequeñísimas parcelas individuales (media fanegada) con el pretexto de igualar sus derechos económicos con los de los criollos; pero lo que con ello se buscaba y se logró fue que fuera fácil comprarles sus tierras, insuficientes pero ya enajenables, para convertirlos en peones de las haciendas. Los derechos políticos, en cambio, se les siguieron negando: se pospuso darles el sufragio y la representación “hasta que hayan adquirido las luces necesarias” (pero no se les abrieron los centros educativos para que las recibieran).

Las demás decisiones de las nuevas autoridades tocaron puntos de protocolo, como el importantísimo de saber cómo debían dirigirse entre sí: no ya Chepe ni Pacho, como se conocían desde la infancia, sino “señoría” los unos a los otros, “excelencia” al presidente, y, al Congreso en su conjunto, “alteza serenísima”. O el fundamental asunto de los nombramientos burocráticos: los grados militares de coronel o general, relacionados con el número de peones de sus haciendas respectivas, los sueldos, y los cargos vacantes del abandonado Tribunal de Cuentas o de la Real Administración de Correos. En cinco años hubo once presidentes o dictadores o regentes en Santafé. Todos querían ser presidentes: los abogados, los comerciantes, los hacendados, los canónigos, que eran todos los mismos. Y cada cual, como los virreyes de antes, llegaba con su cola de clientes y parientes.Hasta el populista Nariño puso a dos de sus tíos a representar en su nombre los intereses del pueblo, cuando se fue a guerrear con los realistas en el sur del país. Por lo demás, celebraciones: se dedicaron, literalmente, a lo que el refrán llama “bailar sobre el volcán”. Escribe un contemporáneo: “Bajo el gobierno benévolo de don Jorge Tadeo Lozano los bailes y las diversiones eran frecuentes…”.

Pero ese incesto de grupo iba a ser también una orgía de sangre fratricida, en un enredo de todos contra todos difícilmente resumible. La guerra social que se veía venir tomó formas territoriales a la sombra del caos de España: el Virreinato se disolvió en veinte regiones y ciudades, controladas cada una por su respectivo patriciado local en pugna casi siempre con un partido popular más radical en su proyecto independentista. De un lado, la “plebe insolente”, y la “gente decente” del otro: únicas clases en que se dividían los americanos (sobre la exclusión de los indios casi extintos y de los negros esclavos). En Cartagena los comerciantes locales no veían sino ventajas en su ruptura con España: el comercio libre con las colonias o excolonias inglesas. Así que fue la primera importante ciudad neogranadina (tras Mompós y la venezolana Caracas) que declaró su independencia absoluta. En Santafé Antonio Nariño, de vuelta de la cárcel de la Inquisición, tomó la cabeza del partido popular de Carbonell, con lo cual fue elegido presidente en sustitución del bailarín Lozano. Y proclamó también la independencia total, alegando el pretexto leguleyo y cositero de que el rey Fernando VII no había aceptado el asilo que Cundinamarca le había ofrecido en 1811. No hay constancia de que en su palaciega prisión francesa el monarca derrocado se hubiera percatado del reproche.

(Cundinamarca: el nombre había sido inventado para la ocasión sobre una etimología quechua, y no chibcha, que significaba “tierra de cóndores”: aunque postizo, sonaba en todo caso menos estruendosamente hispánico que el Santa Fé de la Nueva Granada del conquistador Jiménez de Quesada).

Cada provincia y casi cada ciudad siguió el ejemplo centrífugo, declarando su independencia no sólo de la metrópoli ultramarina sino de la capital del Virreinato. Pamplona, Tunja, Vélez, Antioquia, Mariquita. Sogamoso que se desgajó de Tunja, Mompós que se separó de Cartagena, Ibagué que se divorció de Mariquita, Cali que se alzó contra Popayán. Cada cual se proveyó de su propia constitución: inspirada según los gustos ora en la de los Estados Unidos, ora en alguna de las varias que para entonces se había dado Francia, ora en la recién estrenada —pero nunca aplicada— Constitución liberal de Cádiz en España. Y cada cual se dotó de su correspondiente ejército, costeado con impuestos extraordinarios. Y para amortizarlos, todas pasaron de inmediato a hacerse la guerra las unas a las otras.

Las guerras civiles

Empezó Santafé, desde donde Nariño insistía en imponer el centralismo con el argumento de que era necesario para someter la resistencia realista española, que dominaba en Popayán y en Pasto, en Panamá, en media Venezuela, y en el poderoso Virreinato del Perú. En Tunja, el presidente del recién integrado Congreso de las Provincias Unidas, Camilo Torres, respondió atacando a Cundinamarca. La guerra se declaraba siempre con fundamentos jurídicos: el uno alegaba que lo del dictador Nariño en Cundinamarca era una “usurpación”; el otro que lo del presidente Torres en Tunja era “una tiranía autorizada por la ley”. A veces ganaba el uno, a veces el otro, al azar de las batallas y de las traiciones. Dejando a un tío suyo en la presidencia, Nariño emprendió la conquista del sur realista, yendo de victoria en victoria hasta que fue derrotado en Pasto y enviado preso a España, en cuyas mazmorras pasaría los siguientes seis años.

Torres desde Tunja envió entonces un ejército a conquistar Santafé, comandado por un joven general que había sido sucesivamente vencedor, derrotado, luego asombrosamente victorioso y nuevamente batido en las guerras de Venezuela: el caraqueño Simón Bolívar. La ciudad rechazó su ataque con una vigorosa excomunión del arzobispo, y saludó su fácil victoria con el habitual tedeum de acción de gracias. Y por otra parte, continuaba en el sur —en el Cauca, en la provincia de Quito— y en el norte —en Santa Marta, en Maracaibo— la lucha entre realistas y patriotas. De manera que las hostilidades eran múltiples: sin hablar de las tropas españolas propiamente dichas, que no eran muy numerosas, estaban entre los americanos los partidarios de España, llamados realistas o godos, y los partidarios de la independencia, llamados patriotas; y los centralistas, también llamados pateadores, que combatían con los federalistas, o carracos, los cuales también combatían entre sí: Cartagena contra Mompós, Quibdó contra Nóvita, El Socorro contra Tunja.

Era un caos indescriptible. Los jefes se insultaban en privado y en público, en memoriales y periódicos, llamándose pícaros, inmorales, traidores, ladrones y asesinos. Los oficiales cambiaban de bando por razones de familia, o de ascensos y aumentos de sueldo prometidos por el adversario. Los generales improvisados se irritaban en vísperas de la batalla, cuando algún edecán les avisaba que el enemigo estaba cerca: “Diga usted que aguarden un poco, que estoy almorzando”. Las tropas saqueaban los pueblos. Los soldados, reclutados a la fuerza,desertaban en cuanto podían. Desde su periódico el Sabio Caldas se disculpaba ante la historia: “Todas las naciones tienen su infancia y su época de estupidez y de barbarie. Nosotros acabamos de nacer…”.

Un caos indescriptible, bien descrito sin embargo en sus memorias y bien pintado en sus cuadros por el soldado José María Espinosa, abanderado del ejército de Nariño: “Mil detonaciones, los silbidos de las balas, las nubes de humo que impiden la vista y casi asfixian, los toques de corneta y el continuo redoblar de los tambores”. Los quejidos de los agonizantes, los relinchos de los caballos moribundos, el tronar de los cañonazos, las granizadas de la fusilería que Espinosa distingue entre “lejanas y cercanas”, menos letales, curiosamente, éstas que aquéllas. Todos trataban por todos los medios y con todas las excusas de matarse entre sí. Subraya las matanzas Espinosa cuando dicta sus memorias cincuenta años después, diciendo: “No hay duda de que la República estaba entonces en el noviciado del arte en que hoy es profesora consumada. Tal vez por eso la llamaban Patria Boba”.

A los supervivientes de la bobería los fusilaría pocos años más tarde la Reconquista española, sin distingos de matiz, ni de ideología, ni de origen geográfico o posición de clase; y todos pasarían sin distingos a ser considerados próceres de la República.

La Reconquista

Pero en Europa empezaba a caer la estrella fugaz de Napoleón, que por quince años había sido árbitro y dueño de Europa. Expulsadas de España las tropas francesas volvía el rey “Deseado”, Fernando VII, que de inmediato repudiaba la Constitución liberal de Cádiz de 1812 y restablecía el absolutismo. Y España, arruinada por la guerra de su propia independencia, recuerda entonces que el oro viene de América, y decide financiar la reconquista de sus colonias enviando, para comenzar, un gran ejército expedicionario mandado por un soldado profesional hecho en la guerra contra Napoleón: el general Pablo Morillo. Más de diez mil hombres, de los cuales 369 eran músicos: trompetas para las victorias, redobles de tambor para las ejecuciones capitales.

Morillo venía con instrucciones de “actuar con benevolencia”. Y así lo hizo al desembarcar en la isla Margarita, en la costa de Venezuela, en abril de 1815, perdonando a los rebeldes venezolanos para tener que arrepentirse después. La ciudad de Caracas lo recibió con guirnaldas de flores y banderas de España, decididamente realista desde la derrota de Francisco Miranda en 1812, y aún más desde la de Simón Bolívar tras su pasajera recuperación de 1814: porque los años que la Nueva Granada había pasado enzarzada en sus guerritas de campanario, en Venezuela habían sido los de la Guerra a Muerte entre realistas y patriotas. (Y aquí cabría, pero no cabe, aunque vendrá más tarde, un breve bosquejo de la parte venezolana de estas primeras guerras de la Independencia neogranadina y luego colombiana. O grancolombiana). De ahí pasó Morillo con su ejército por mar a Santa Marta, fielmente realista también, y empantanada en su propia pequeña guerra con la independentista Cartagena, en la cual, a su vez, las corrientes políticas locales se disputaban agriamente el gobierno.

Morillo puso sitio a la ciudad: un largo y riguroso asedio de 105 días que iba a ser el episodio más trágico y terrible de la Reconquista española, y el más mortífero de parte y parte. Más que por los combates en tierra y agua, que fueron constantes y cruentos durante esos tres meses en la complicadísima orografía de la ciudad, sus bahías, lagunas, ciénagas y caños, por las enfermedades tropicales para los sitiadores europeos y por el hambre para los sitiados cartageneros. Las tropas españolas de Morillo, como había sucedido ochenta años antes con las inglesas del almirante Vernon, fueron víctimas del paludismo, la fiebre amarilla o vómito negro, la disentería, la gangrena provocada por picaduras de insectos, y una epidemia de viruela, y tuvieron más de tres mil bajas: un tercio del ejército. Sometida al bloqueo, la ciudad perdió un tercio de sus habitantes —seis mil de dieciséis mil— a causa de la hambruna y de la peste. Comían, cuenta un superviviente, “burros, caballos, gatos, perros, ratas y cueros asados”. Cuando al cabo de muchas peripecias bélicas y políticas, incluyendo un golpe de Estado interno y la fuga de unas dos mil personas, la ciudad se rindió por fin, los sitiadores no encontraron en ella “hombres, sino esqueletos”. O, como escribió un oficial español, “llanto y desolación”.

Cayó la imperial ciudad amurallada, que desde lejos el Libertador Bolívar calificó de “heroica” (seis meses antes, tras chocar con las autoridades locales, Bolívar había salido de Cartagena rumbo a Jamaica; y aunque derrotado una vez más, ya recibía el título de Libertador desde su Campaña Admirable de 1813, que restauró efímeramente la república en Venezuela. Y que veremos después: porque todo no cabe en este párrafo). Cayó la ciudad, y con ella la Nueva Granada, pues en adelante la campaña de Morillo fue un paseo militar. Un paseo sin combates, pero puntuado de víctimas. Tras la toma de Cartagena hubo fusilamientos en el pueblo de Bocachica, pero en realidad la justicia expeditiva de Morillo, ya conocido como el Pacificador, se concentró en los principales cabecillas de la revolución: los después llamados “nueve mártires”, a quienes un Consejo de Guerra condenó “a la pena de ser ahorcados y confiscados sus bienes por haber cometido el delito de alta traición”. No fueron ahorcados, sin embargo, sino fusilados en las afueras de la muralla y arrojados a una fosa común.

En la capital del Virreinato el Pacificador fue recibido sin resistencia. Por el contrario, un selecto comité de elegantes damas santafereñas salió a recibirlo a la entrada de la ciudad: no les hizo caso. Arcos triunfales lo esperaban en las calles: los ignoró. No perdió tiempo en saludos ni discursos, sino que procedió a ordenar la detención de todos los dirigentes de la Patria Boba y su juicio expeditivo por un Consejo de Guerra. Su intención era decapitar la rebeldía, y estaba convencido de que las masas populares americanas no formaban parte de ella, sino que habían sido arrastradas a la revolución por unos pocos jefes. Tan seguro estaba de que su tarea pacificadora iba a durar pocos meses que en cuanto hubo conquistado Cartagena escribió a España solicitando el permiso del rey para casarse con una jovencita gaditana de buena familia, y lo hizo por poderes, en Cádiz. No imaginaba que no podría volver a verla sino seis años más tarde. Al regresar a Venezuela, que empezaba otra vez a levantarse en armas, dejó en Santafé instalado como restaurado virrey al militar Juan Sámano, que levantó los cadalsos del llamado Régimen del Terror, que iba a durar exactamente tres años, tres meses y tres días.

En la Nueva Granada, desfallecida y entregada, no quedaba sino la resistencia suicida de los restos del ejército de Nariño en el sur, y las tropas que huyen hacia los Llanos con el coronel abogado Francisco de Paula Santander, para encontrarse con las del guerrillero llanero José Antonio Páez. El agua y el aceite. Se necesitará la presencia de Bolívar para sacar provecho de los dos para la revolución que recomenzaría. Pero Bolívar anda por el Caribe, de isla en isla, redactando cartas y publicando manifiestos retóricos y proféticos y levantando ejércitos expedicionarios y novias: la ayuda del presidente Pétion de Haití, la señorita venezolana Josefina Machado. Cuando llegue a los Llanos empezará otro capítulo de la Independencia, para el cual ha quedado sembrada en Venezuela la bandera de la Guerra a Muerte. La clavó Bolívar en su Campaña Admirable de 1813, con la proclama de Trujillo avalada por el Congreso de la Nueva Granada:

“Españoles y canarios: contad con la muerte aun siendo indiferentes si no obráis activamente en obsequio de la libertad de América.
Americanos: contad con la vida aun cuando seáis culpables”.

La historia se repite, dice Marx: la primera vez en forma de tragedia y la segunda en forma de farsa. Aquí fue al revés: la Patria Boba fue un sainete que se repitió como tragedia unos años después, cuando vino la Guerra Grande. Aunque quizás sea más trágica la farsa de la primera parte, porque a la tragedia le agrega su parte de inanidad.