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Regeneración y catástrofe

Para que a don Rafael
conozcas, cuando le veas:
tiene tres cosas muy feas
la boca, la mano y él.
—El Alacrán Posada sobre Rafael Núñez

Como para cambiar: otra guerra civil. La de 1885, que tuvo importantes consecuencias: la pérdida del poder por los liberales, después de un cuarto de siglo de más bien caótico federalismo. Y a continuación medio siglo de hegemonía conservadora, iniciada por un gobernante nominalmente liberal bajo el solemne título de la Regeneración.

El régimen de los liberales radicales empezaba, ya se dijo, a hastiar a la nación. Libertad y progreso, sí: “un mínimo de gobierno con un máximo de libertad”. Pero el modesto progreso del naciente capitalismo local se había venido abajo a partir de la crisis económica mundial del año 1873. Cayeron las exportaciones, y con ellas los ingresos fiscales. Le escribía un radical a otro: “Deuda exterior, contratos, pensiones, sueldos: ¿cómo se puede gobernar sin dinero?”. Y todo lo agravaba el gran desorden provocado por un federalismo extremo, paradójicamente sazonado de centralismo absolutista en cada uno de los nueve Estados soberanos: gobiernos nacionales débiles y breves, y continuas sublevaciones regionales tanto conservadoras como liberales, y fraudes electorales de un lado y de otro. De entonces data el cínico aforismo que preside las elecciones en Colombia:

“El que escruta elige”. Sumando la de la República y las de sus Estados soberanos eran diez soberanías en pugna. Diez constituciones, diez códigos civiles, diez códigos penales, diez ejércitos. Y cuarenta revueltas armadas en veinticinco años. Se pudo decir: “La nación está en paz y los Estados en guerra”.

Fue por entonces cuando en este país empezó a usarse de manera habitual la palabra “oligarquía”, que en su original griego significa “gobierno de unos pocos”. En Colombia el término se tradujo por “gobierno de los otros”: era el que usaban los conservadores para referirse al pequeño círculo de los radicales en el poder, y el que más adelante usarían los liberales para designar al círculo aún más pequeño de los conservadores, cuando cambiaron las tornas.

En 1884 fue reelegido a la presidencia Rafael Núñez, el liberal que dos años antes, como presidente del Senado, había pronunciado su ominosa frase: “Regeneración o catástrofe”. Y ahora quiso poner en práctica la primera parte de su advertencia en colaboración con una fracción de los conservadores, la encabezada por Carlos Holguín, ya desde hacía años promotor de alianzas y “ligas” con las disidencias del Partido Liberal. Pensaba Holguín que el regreso de los conservadores al poder (¿como en los breves años de Ospina?, ¿como en los largos siglos de la Colonia?) sólo podía lograrse maniobrando en zigzag, dando bordadas, como un velero avanza contra el viento. Con Núñez, sus relaciones eran mejores y más estrechas que las de cualquier jefe liberal del radicalismo: ya en su gobierno anterior (90-92) le había encargado a Holguín la reanudación de las relaciones diplomáticas con España, sesenta años después de la guerra de Independencia.

Núñez otra vez

Como todos los jefes políticos de la época, el cartagenero Rafael Núñez era escritor: es decir, en la Colombia de entonces, periodista y poeta; y a causa de los temas filosóficos de su poesía y económicos y sociológicos de su periodismo tenía fama de pensador. De hombre de ideas generales y abstractas, aumentada por una ausencia de más de diez años, que pasó como cónsul nombrado en Francia y en Inglaterra por los sucesivos gobiernos radicales. Durante ese período mantuvo una activa correspondencia con Colombia y publicó frecuentes y sesudos artículos de prensa, que para aclimatar su regreso publicó en forma de libro bajo el título de Ensayos de Crítica Social. Desde su temprana juventud había ocupado además todos los cargos públicos posibles, desde el de vicepresidente del remoto Estado soberano de Panamá hasta el de presidente de los Estados Unidos de Colombia, pasando por diversas secretarías, como eran llamados entonces los ministerios; y en el transcurso de su carrera había acumulado una cauda clientelista de consideración, en particular en la costa Atlántica, hasta el punto de que a su regreso de Europa, en 1874, su primera candidatura presidencial había sido lanzada en los Estados de Bolívar y Panamá al grito de “¡Núñez o la guerra!”. En 1880 fue finalmente elegido, con resignación, por los radicales, uno de cuyos jefes explicaba la posición reticente del partido diciendo: “Para negociar con Núñez hay que pedirle fiador”. Y en 1884 reelegido por los “independientes” liberales, como eran llamados los nuñistas, y ya con los votos de los conservadores. Ante lo cual estalló otra vez la guerra.

Empezó en Santander, con el levantamiento del gobierno liberal radical del Estado contra la intromisión electoral del gobierno central liberal-independiente-conservador de Núñez; el cual para enfrentar la amenaza procedió a armar, al margen de la pequeña Guardia Nacional, un fuerte ejército “de reserva”: con la particularidad de que puso generales conservadores a su mando. Con ello el conflicto se extendió al Cauca, a la costa, a Antioquia, al Tolima y a Cundinamarca: prácticamente a todo el país, y duró más de un año. Intervinieron incluso, a favor del gobierno, los buques de la escuadra norteamericana que custodiaban en el istmo la vía férrea de la Panama Railroad Company, que cañonearon la ciudad de Colón y finalmente supervigilaron en Cartagena la entrega de las tropas liberales.

La guerra dejó diez mil muertos: la tercera parte de todas las bajas de las seis guerras civiles del siglo XIX posteriores a la Independencia. Al final de 1885, tras la batalla de La Humareda sobre el río Magdalena, que fue una pírrica victoria liberal en la que los insurrectos perdieron a muchos de sus jefes y también la guerra, el triunfo de las tropas del gobierno (ya masivamente conservadoras) era completo. En cuanto la noticia llegó a Bogotá los partidarios de Núñez salieron a celebrar a las calles. Comentó el poeta Diego Fallon: “Festejan el entierro del partido radical. Pero la familia no lo sabe”. Y el presidente Núñez se asomó al balcón de palacio para pronunciar una frase que se hizo famosa:

      —¡La Constitución de 1863 ha dejado de existir!

Fue tal vez la única ocasión en que el cauteloso Regenerador, político de gabinete y no de plaza, salió a gritar desde un balcón.

Refundar la República

De eso se trataba la Regeneración prometida: de desmontar la Constitución votada 23 años antes por la Convención homogéneamente liberal de Rionegro, en cuya formulación había participado el ahora arrepentido Núñez. Desmontarla por liberal: “Una república debe ser autoritaria para evitar el desorden”, decía ahora Núñez, a quien los liberales ahora tachaban de traidor. Habría que llamarlo más bien converso que traidor, aunque se trata de términos cuyo sentido cambia dependiendo del lado en que se miren: Núñez siempre había buscado el orden, y hubiera querido que su Partido Liberal, o al menos la parte nuñista, ya no llamada independiente sino nacionalista, pudiera ser verdaderamente un partido de gobierno, cuando en realidad lo que había sido siempre era un partido cuyo temperamento era de oposición: de crítica y de libertades, y por consiguiente de dispersión. Y tras aliarse ahora política y militarmente con los conservadores proclamaba, por convicción tanto como por conveniencia, que eso daba lo mismo: “Las sanas doctrinas liberales y conservadoras, que son en su fondo idénticas, quedarán en adelante, en vínculo indisoluble, sirviendo de pedestal a las instituciones de Colombia”.

Del mismo modo se explica su cambio de posición con respecto a la Iglesia católica. Núñez se consideraba librepensador, y todavía en sus años de gobierno le escribía así a su embajador ante el Vaticano, después de restauradas las relaciones con la Santa Sede: “... en mi carácter de librepensador, que nunca declinaré Dios mediante...”. Había sido bajo el gobierno liberal del general Mosquera el ministro firmante de la desamortización de los bienes de la Iglesia; pero años después, y en vista de la desconanza que hacia él sentían los radicales, buscó acercarse a los conservadores con una frase sibilina: “Yo no soy decididamente anticatólico...”, que dio inicio a su colaboración, y culminaría poniendo la religión en el centro de la nueva Constitución. Se había convencido —como en su tiempo lo había hecho el Libertador Simón Bolívar, librepensador como él— de que la religión católica era un poderoso elemento de estabilidad y de cohesión en el país, y en consecuencia era necesario no sólo transigir con ella, sino incluirla en el corazón de las instituciones. Estaba demasiado acendrada en el espíritu del pueblo colombiano como para pretender con algún éxito extirparla, como habían querido los radicales. Católico en lo religioso, autoritario en lo político, proteccionista en lo económico: Núñez, en suma, se había hecho conservador, o había descubierto que siempre lo había sido.

Por eso fue tan fácil su entendimiento con el jefe conservador Carlos Holguín, político eminentemente flexible y componedor y de temperamento mucho más liberal que el autocrático de Núñez. Pero también supo entenderse con el testarudo y rígido ideólogo ultramontano Miguel Antonio Caro, conciencia moral y jurídica del conservatismo, que se definía a sí mismo diciendo: “Yo no soy conservador, sino un defensor decidido de la Iglesia católica”.

Así que Nuñez y los conservadores, ganada la guerra, procedieron a refundar la república. Empezando, como de costumbre, por cambiarle el nombre: ya no sería Estados Unidos de Colombia, sino República de Colombia a secas: sin peligrosos adjetivos calificativos.

Primero hubo que pasar por un episodio de ñoñería mezclada de frivolidad, que en Colombia suele manifestarse en los momentos de mayor gravedad histórica. Para que Núñez y los conservadores pudieran refundar la república en paz se necesitaba que las señoras de los conservadores suspendieran su guerra contra la señora de Núñez, doña Soledad Román, que no estaba casada con él por la Iglesia, sino solamente por lo civil. Con el agravante de que la primera esposa de Núñez no había muerto, y él era, en consecuencia, bígamo, y se hallaba en pecado mortal. Tras muchas vacilaciones y desmayos y visitas a los confesores y consultas con el arzobispo de Bogotá, un prelado de cabeza política que por su parte no dudó en ofrecerle su brazo a la mujer del presidente en un banquete, todas ellas acabaron acudiendo a palacio a presentarle sus respetos a doña Soledad. El poder bien valía una bigamia. Y ya pudo proseguir su curso la historia republicana.

La Constitución del 86

Para la obra central del nuevo régimen, la redacción de una nueva Constitución sobre las líneas generales propuestas por Núñez, se convocó un Consejo de Delegatarios: dos por cada Estado, conservador el uno y el otro “nacionalista”, o sea, liberal nuñista antirradical. Eran nombrados por los jefes políticos de los Estados, nombrados estos a su vez por el presidente Núñez. Una vez concluida, la Constitución fue presentada a la aprobación del “pueblo colombiano”; pero no de manera directa, sino representado por los alcaldes de todos los municipios del país, nombrados ellos también por Núñez: fue un milagro que de los 619 que había sólo la votaran afirmativamente 605. En la práctica había sido redactada íntegramente por Miguel Antonio Caro, atendiendo casi exclusivamente a las dos pasiones de su vida: la doctrina infalible de la Iglesia católica y la perfecta gramática de la lengua castellana. En lo primero había contado con el respaldo de Núñez, al parecer arrepentido del dubitativo agnosticismo de su juventud que le había dado sulfurosa fama de filósofo: “La educación deberá tener por principio primero la divina enseñanza cristiana, por ser ella el alma mater de la civilización del mundo”, decía el ahora presidente en su mensaje a los Delegatarios. Y Caro traducía para el texto constitucional definitivo: “La religión católica apostólica y romana es la de la nación”; y, en consecuencia, “en las universidades y los colegios, en las escuelas y en los demás centros de enseñanza, la educación e instrucción pública, se organizará y dirigirá en conformidad con los dogmas y la moral de la religión católica”.

Esta inclinación clerical de la Constitución de 1886 se vería reforzada el año siguiente con el Concordato firmado con la Santa Sede, negociado por Caro con su amigo el arzobispo de Bogotá, monseñor Telésforo Paúl, para el cual hubo que superar dos obstáculos de muy diversa índole. El primero, las exorbitantes reclamaciones económicas que hacía la Iglesia por la expropiación de sus bienes raíces 23 años antes; y el segundo, la situación personal del presidente, que por su parte exigía del Vaticano la anulación canónica de su primer matrimonio para que su unión civil con Soledad Román pudiera ser “elevada a la categoría de sacramento”. La anulación no se logró; pero a manera de consolación Núñez recibió del Papa la Orden Piana, hasta entonces reservada casi exclusivamente a las testas coronadas y a los santos.

Además de cuasiteocrática, la Constitución era vigorosamente centralista y resueltamente autoritaria, en diametral oposición a lo que había sido la anterior, laica, federalista y libertaria. A pesar de su proclamada descentralización administrativa concentraba la administración en la capital. Concedía amplísimas facultades al presidente de la República, que tenía la potestad de nombrar a los gobernadores y alcaldes del poder ejecutivo, y en el judicial a los jueces de la Corte Suprema y a los magistrados de los tribunales superiores. Su período era de seis años, con reelección inmediata e indefinida. El artículo 121 sobre la proclamación excepcional del Estado de Sitio (artículo bajo el cual iba a ser gobernado el país de modo casi ininterrumpido durante la mayor parte del siglo siguiente) le daba poderes casi dictatoriales. Y el artículo transitorio señalado con la letra K, destinado a “prevenir y reprimir los abusos de la prensa”, no tuvo nada de transitorio, sino que se aplicó con rigor para censurar la opinión libre durante el período entero de la Regeneración. “La prensa —le escribía a uno de sus ministros el presidente Núñez, que había hecho toda su carrera política desde los periódicos— no es elemento de paz sino de guerra, como los clubs, las elecciones continuas y el parlamento independiente de la autoridad (es decir, enemigo del género humano)”.

Y así tanto el propio Núñez como sus sucesores o más bien sustitutos en la presidencia, Holguín y Caro, tan periodistas como él, previnieron y reprimieron los que consideraron excesos de la prensa de oposición con la cárcel y el destierro de sus redactores y directores durante los quince años siguientes. En un país abrumadoramente analfabeto, como era la Colombia de entonces, la política se hacía a través de la prensa: al margen de los frecuentes cambios en el derecho de voto —universal, censitario, reservado— sólo participaban en ella los que sabían leer, y la dirigían los que sabían escribir. Salvo, claro está, cuando sus artículos y sus editoriales llevaban a la guerra: entonces sí, por las levas forzosas de los ejércitos, participaba todo el pueblo.

“Hemos hecho una Constitución monárquica”, comentó al cabo alguno de los Delegatarios. Se quejó entonces Caro: “Pero electiva”.

Y como guardián de las disposiciones constitucionales, la fuerza armada. Uno de los propósitos centrales de la Regeneración era el de lograr la paz en el país, constantemente alterada bajo la Constitución del 63 por los excesos del federalismo, propicios al desorden. Para ello se instituyó un fortalecido ejército nacional bajo mando único en sustitución del ordenamiento anterior, en el que los ejércitos de los Estados soberanos eran más poderosos y estaban mejor armados que el de la república; al cual por añadidura le estaba vedado intervenir en los choques entre Estados, que eran constantes, y más de una vez desembocaron en guerras generalizadas. En cuanto a la política económica el cambio fue igualmente drástico: tras el laissez faire y el librecambismo de los liberales radicales regresó el intervencionismo estatal. Y contra los bancos privados que habían empezado a florecer en Bogotá, Medellín y Cartagena, Núñez fortaleció el Banco Nacional que había creado en su presidencia del año 90, emisor de papel moneda de curso forzoso (con cuyas emisiones, dicho sea de paso, sumadas a las expropiaciones forzosas de los jefes liberales, se financiaron los costos de la guerra del 85). Desde sus embajadas en Europa le escribía Holguín a Caro, felicitándolo por la Constitución: era la que siempre había soñado el Partido Conservador, por lo menos desde 1843. Duraría más de un siglo. Pero para ello sería necesario primero que las muchas cinchas que la ataban hubieran tenido al cabo de pocos años un resultado inesperado, aunque previsible: el de una nueva guerra civil, la más tremenda de todas, que era justamente lo que tantas precauciones autoritarias pretendían evitar.

Núñez Rex

Al contrario de la Constitución del 63, que había sido redactada en buena medida para frenar la ambición de Tomás Cipriano de Mosquera, pese a haber sido posible gracias a su victoria militar, la del 86 fue hecha para satisfacer la ambición de Rafael Núñez. Si ya había sido presidente de 1880 a 1882, y reelegido de 1884 a 1886, ahora lo sería dos veces más, de 1886 a 1892, y del 92 al 96 (aunque murió en el 94): la presidencia vitalicia a que aspiró en vano el Libertador Bolívar la obtuvo más de medio siglo más tarde el Regenerador Núñez. Obtenido todo el poder, como lo venía buscando desde su primera juventud, cuando inició su carrera con un braguetazo con la cuñada del influyente presidente del Estado de Panamá, Núñez lo encontró amargo. Sin firmar siquiera su anhelada Constitución decidió retirarse a su ciudad de Cartagena, dejando la firma en mano del designado y el gobierno en cabeza del vicepresidente, el liberal independiente Eliseo Payán. El cual a los pocos días se tomó el atrevimiento de aflojar los controles a la libertad de prensa, provocando el inmediato e indignado retorno del presidente titular, es decir, de Núñez. El cual tras hacer destituir a Payán por el Congreso lo hizo sustituir por un conservador sólido y verdadero, más de fiar que un liberal converso: Carlos Holguín, que ya ocupaba a la vez los ministerios de Gobierno, de Guerra y de Relaciones Exteriores.

La Regeneración, nacida de la tragedia de la guerra del 85, tuvo mucho de comedia de enredo. En lo ideológico ha sido tal vez la etapa más seria de la historia de Colombia, pero políticamente hablando fue un sainete. En buena parte a causa de las personalidades contrapuestas de sus dos grandes inspiradores y ejecutores, el liberal ultraconservador Rafael Núñez y el conservador ultracatólico Miguel Antonio Caro. El asunto fundamental de las relaciones con la Iglesia católica se columpiaba en el hilo bamboleante de los vaivenes sentimentales de Núñez y de sus cambiantes inclinaciones filosóficas: ora ateo, ora creyente; y el gobierno de la república dependía de sus achaques de salud y de sus caprichos climáticos. Núñez se iba y volvía, de la tierra fría a la tierra caliente; y volvía a irse y volvía a volver: era un dios lejano que lanzaba rayos y truenos por medio de su propia prensa, esa sí libre: el semanario cartagenero El Porvenir, donde escribía sus instrucciones de gobierno bajo la forma de artículos de opinión. Renunciaba al ejercicio del poder, pero hacía que en los billetes del Banco Nacional figurara su propia efigie patriarcal y barbuda y en las monedas de plata se acuñara el perfil imperioso de doña Soledad, su mujer; enviaba por telégrafo nombramientos de funcionarios diplomáticos y proyectos de ley; y, para evitar más sorpresas con sus suplentes, se hizo blindar con dos leyes que fueron llamadas, por antonomasia, “ad hoc”, dictadas en 1888: una que creaba para él una dignidad presidencial a perpetuidad, y otra por la cual se le permitía encargarse del poder cuando a bien lo tuviera y en dondequiera que estuviera mediante el simple procedimiento de declararlo así ante dos testigos.

Fue Núñez un curioso personaje, a la vez ansioso de poder y ansioso de retiro, de vida pública y de vida privada, de honores y de silencios; hombre privado disoluto, seductor de mujeres solteras, casadas y viudas, pero severo moralista público. Rafael Núñez, ambiguo y sibilino, y a quien admiradores y detractores por igual llamaron “la Esfinge”, en términos de la política colombiana no fue ni liberal ni conservador, sino nuñista. Como treinta años antes Tomás Cipriano de Mosquera no había sido ni conservador ni liberal, sino mosquerista. Y, más atrás, Simón Bolívar...

Frente a Núñez, pero también a su lado, Miguel Antonio Caro. Filólogo, gramático, poeta latino en castellano y traductor al castellano de poetas latinos, hispanista furibundo, orador parlamentario, periodista, político, bogotano raizal y vocacional que jamás en su vida rebasó los términos geográficos de la Sabana; y tampoco fácilmente catalogable en términos de la política colombiana: más socialista cristiano que conservador tradicionalista. De la improbable alianza de esos dos —aceitada, como ya se dijo, por el don de gentes de Holguín, que era amigo de Núñez y cuñado de Caro— surgió no sólo la Constitución del 86, que iba a durar un siglo, sino la llamada Hegemonía Conservadora, que iba a durar treinta años.

Pero antes, muertos Núñez y Holguín, quedó la Regeneración en las manos de Miguel Antonio Caro, quien como vicepresidente encargado le había cogido gusto al poder pero no tenía ni el carisma mágico del primero ni la habilidad política del segundo. Y en sus manos se desbarató la Regeneración. El partido llamado Nacional fundado para manejarla, ese injerto de liberales nuñistas o independientes y conservadores desteñidos o pragmáticos, empezó por funcionar como partido único, pero se deshizo rápidamente. Los liberales participantes habían sido siempre considerados traidores por los jefes del grueso del liberalismo. Y en cuanto a los conservadores, rápidamente divididos entre “nacionalistas” partidarios del gobierno e “históricos” opuestos a él, uno de sus jefes que había sido lo uno y lo otro los definía así: “Un histórico es un nacionalista sin sueldo; y un nacionalista es un histórico con sueldo”. Y así el Partido Nacional acabó convertido en lo mismo que desde los albores de la república se había conocido como “partido de los partidarios del gobierno”. El del clientelismo.

Si el gobierno más bien manguiancho de Holguín fue casi de calma chicha, el autocrático de Caro que le sucedió resultó agitadísimo: motines populares en el año 93, un complot de artesanos en el 94 y un conato de guerra civil en el 95, aplastado rápidamente por las armas del gobierno al mando del hasta entonces casi desconocido general Rafael Reyes. Lo cual puso a este, como había sido lo habitual durante casi todo el siglo, en la fila india de los presidenciables. Pero antes de que llegara su turno hubo un curioso enredo jurídico-político que desembocó en otra guerra, esa sí de grandes dimensiones: la guerra que se llamó de los Mil Días.

El enredo consistió en que Caro, que gobernaba en calidad de vicepresidente encargado por el ya difunto Núñez, no podía ser reelegido en el 96. Hubiera tenido que renunciar para no inhabilitarse; y aunque lo hizo, a los cinco días retomó el poder, sintiéndose traicionado por los primeros nombramientos que hizo su sucesor. Así que tuvo que inventar dos fantoches para los cargos de presidente y vicepresidente, a los que creyó que podría manejar a su antojo: el conservador nacionalista Manuel Antonio Sanclemente, anciano de 84 años, y el conservador histórico José Manuel Marroquín, que iba ya mediados los 70. Y el estallido de la guerra vino porque los liberales, excluidos por Caro tanto del poder ejecutivo como del legislativo por estar en el Error y en el Pecado, como los herejes en la Edad Media, se levantaron para imponer por las armas las reformas que en vano pedía desde el Congreso el único representante liberal, Rafael Uribe Uribe.

La Guerra de los Mil Días

Fue la más larga y sangrienta de las guerras civiles. Desde 1899 hasta 1902 se combatió en casi todo el país, exceptuadas las regiones despobladas de la Amazonia y el departamento de Antioquia, casi homogéneamente conservador, en donde el alzamiento liberal fue aplastado en dos semanas. Se combatió en las montañas y en los ríos, en los dos mares, en las selvas del Chocó y en los desiertos de la Guajira. Los muertos fueron más de cien mil: más que en todas las guerras del siglo XIX sumadas, para una población total de unos cuatro millones de habitantes. Participaron en apoyo de los insurrectos, con armas y ocasionalmente con tropas, los países vecinos con gobiernos liberales: Venezuela (Cipriano Castro), el Ecuador (Eloy Alfaro) y Nicaragua ( José Santos Zelaya). Y en apoyo del gobierno conservador intervinieron los Estados Unidos (Teodoro Roosevelt), que en Panamá frustraron las acciones del ejército liberal con el pretexto de defender el ferrocarril y las instalaciones del futuro Canal, entonces en construcción por una compañía francesa.

Mediada la guerra, el vicepresidente Marroquín dio un incruento golpe de Estado contra el senil Sanclemente y, de contera, contra Caro. Pero sus conservadores históricos (ahora con sueldo) tampoco pusieron fin a las hostilidades, sino que, por el contrario, las recrudecieron bajo un fanático ministro de Guerra, el general Arístides Fernández, que buscaba la aniquilación definitiva del Partido Liberal mediante el fusilamiento de los prisioneros. Y los liberales, desorganizados y dispersos, mal armados pese a la ayuda extranjera y casi incomunicados entre sí, acabaron por ser derrotados en lo que ya eran casi tres guerras separadas, cobijadas las tres bajo la inoperante “dirección suprema” del viejo jefe liberal Gabriel Vargas Santos, a las que se puso fin en tres tratados de paz distintos: el de Chinácota en Santander con las fuerzas de Foción Soto, el de Neerlandia en el Magdalena con las de Rafael Uribe Uribe y el del Wisconsin en Panamá con las de Benjamín Herrera. Este último, firmado a bordo de un acorazado de la escuadra norteamericana, pudo servir de paradójica advertencia: menos de un año después vendría el zarpazo de los Estados Unidos sobre Panamá para adueñarse del futuro Canal interoceánico.

Al país, devastado por tres años de guerra civil, arruinado por la desaforada inflación provocada por las emisiones de moneda sin respaldo lanzadas por el gobierno para costear la guerra (los liberales se sostenían con el saqueo), le faltaba todavía un tercer golpe para entrar con mal pie en el siglo XX. Ese golpe fue la separación de Panamá.

Se trataba del departamento (antes Estado) más remoto de Colombia, separado del resto del país por selvas infranqueables y conectado con él sólo por vía marítima con Cartagena y con Tumaco. Había sido el Estado de la Federación con más constituciones y más golpes de Estado locales y alzamientos armados, y era visto por los gobiernos centrales sólo como fuente de recursos aduaneros por los puertos de Panamá y Colón y por el ferrocarril interoceánico que los unía. Este era construido y operado bajo concesión por una empresa norteamericana, la Panama Railroad Company, desde mediados del siglo, cuando el paso de mar a mar por el istmo se hizo popular a raíz del descubrimiento del oro de California (que acababa de ser anexada por los Estados Unidos tras su guerra con México). Desde entonces fueron frecuentes los desembarcos de tropas norteamericanas en Panamá o en Colón con el pretexto de cuidar la línea férrea, que, en la práctica, fue la primera en unir la costa Este con la costa Oeste de los Estados Unidos.

“I took Panama”

El istmo era además el lugar más adecuado para abrir una vía acuática entre el Atlántico y el Pacífico. Así lo habían soñado los españoles desde los primeros tiempos de la Conquista, en el siglo XVI; y a finales del XIX la empresa había sido por último iniciada por una compañía francesa, la Compagnie Universelle du Canal Interocéanique de Panama, que durante dos decenios adelantó las obras con grandes costos y dificultades y en medio de una inmensa mortandad de trabajadores a causa de la fiebre amarilla. La Compagnie terminó hundiéndose en una escandalosa bancarrota, y en ese momento el gobierno norteamericano entró en danza.

Al cabo de muchos ires y venires políticos, económicos y diplomáticos, logró en 1903 la firma de un Tratado con Colombia, el llamado Herrán-Hay, por el cual los derechos de la construcción del Canal pasaban a los Estados Unidos. Pero tanto el Congreso norteamericano como el presidente Teodoro Roosevelt exigían la concesión de la soberanía sobre la faja de territorio adyacente al Canal. Tras grandes discusiones en el Congreso colombiano, encabezadas por Miguel Antonio Caro, que de jefe del gobierno con su títere Sanclemente había pasado a ser jefe de la oposición, el Tratado fue rechazado unánimemente —con una abstención por enfermedad: la del senador panameño José Domingo de Obaldía Gallego (sobrino de la primera esposa de Rafael Núñez). Quien a continuación, de modo incomprensible, fue nombrado gobernador del departamento por el presidente Marroquín.

En previsión del rechazo colombiano al Tratado Herrán-Hay se había venido preparando en Panamá una sublevación, pagada por los Estados Unidos con la modesta suma de cien mil dólares, con el propósito de que el nuevo gobierno local se mostrara más dócil. Pero en Washington el presidente Roosevelt perdió la paciencia ante el remoloneo de “esas despreciables criaturas de Bogotá”, y envió sus buques de guerra a respaldar a los insurrectos con sus cañones y sus infantes de marina. Al final, sin embargo, no fue necesaria la revolución: la separación se dio en forma de comedia y de farsa. El gobernador Obaldía cerró los ojos, el comandante militar de la plaza, general Huertas, se prestó por veinticinco mil dólares a poner presos a los jefes de las tropas enviadas por Bogotá para sofocar la sublevación inminente, y al cabo de tres días el gobierno norteamericano reconoció como soberana a la nueva república. Un ingeniero francés de la antigua y quebrada Compagnie Universelle, Philippe-Jean Bunau-Varilla, firmó en nombre del nuevo gobierno la entrega a perpetuidad de la zona del Canal. El nuevo gobierno de Panamá recibió a cambio diez millones de dólares: cifra inmensa para el presupuesto de un departamento colombiano de la época.

Roosevelt resumió el episodio en una frase: “I took Panama, and let the Congress debate” (“Yo tomé Panamá, y que el Congreso discuta”).