En Colombia hay un exceso de población rural.Diagnóstico atribuido a Lauchlin Currie, “misionero económico” enviado por el Banco Mundial en 1949.
La llamada Violencia, con mayúscula, que dominó la historia de Colombia entre el año 46 y el 58 (y se prolongó luego hasta hoy en sucesivos golpes de sangre), fue en realidad una suma de muchas y variadas violencias con minúscula: políticas, sociales, económicas y religiosas. Las unificó a todas el hecho de que fueron impulsadas por los gobiernos de la época.
Tras la renuncia del presidente López Pumarejo en 1945, y bajo la presidencia transitoria y glacial de Alberto Lleras Camargo, se celebraron las últimas elecciones pacíficas. Dividido el Partido Liberal entre las candidaturas de Gabriel Turbay (“el turco Turbay” para sus adversarios) y Jorge Eliécer Gaitán (para los suyos, “el negro Gaitán”), las ganó el conservador Mariano Ospina Pérez: “la oligarquía de carne y hueso”, lo ha llamado un historiador. Un plutócrata antioqueño, empresario, constructor y dirigente cafetero, sobrino y nieto de dos presidentes de la república, y en apariencia hombre pacífico y moderado. Así lo mostró nombrando un gabinete bipartidista “de Unión Nacional” y promulgando un programa de tinte económico: “convertir al país en una gran empresa”. Uno de sus ministros lo describió festivamente como destinado a instaurar “el ideal de la vida cara”.
Pero ocurrió lo contrario: pronto la vida empezó a no valer nada, por cuenta de la violencia oficial desatada en los pueblos por los alcaldes conservadores. Los primeros brotes se dieron en los Santanderes, cuna habitual de nuestras guerras civiles. Gaitán, para entonces jefe único del liberalismo, decretó su retiro del gobierno de Unidad Nacional, al tiempo que las elecciones parlamentarias confirmaban las mayorías liberales (aunque por dentro el partido seguía roto). Ante lo cual, bajo un conservatismo nuevamente hegemónico, pero que se sabía minoritario, la violencia no hizo sino crecer: era la receta para mantener el poder, esta vez otra vez, si era posible, de nuevo para siempre.
La época de la Violencia, esa Violencia con mayúscula, que en algunas regiones de Colombia se llamó más elocuentemente la época de “Cuando la Política”, tenía, por supuesto, raíces políticas. En lo más inmediato, se trataba de una estrategia electoral para que el minoritario Partido Conservador no perdiera el poder que había recuperado gracias a la división liberal. Y a eso contribuía el tradicional y atávico enfrentamiento ideológico y sentimental entre conservadores y liberales, entre godos y cachiporros, entre azules y rojos: dos banderías que en el país nunca fueron materia de libre elección personal, sino que se transmitían hereditariamente con el fanatismo de los dogmas religiosos: los viejos y queridos odios. También tenía pretextos religiosos propiamente dichos, atizados por el jefe conservador Laureano Gómez desde la firma del Concordato con la Santa Sede, y reforzados por la incitación de los obispos y curas más sectarios a una cruzada antiatea, antimasónica, anticomunista, revueltos los tres “antis” en un solo paquete de antiliberalismo: no sólo el liberalismo filosófico condenado por Roma, sino en primer lugar el liberalismo electoral de los pueblos y los campos colombianos. Y causas económicas: las luchas agrarias de los años veinte, los cambios sociales de los treinta con la industrialización y la aparición de un proletariado urbano y de una nueva “ideología foránea” (como lo han sido todas): el comunismo.
La Violencia tuvo incluso, si no raíces, sí justificaciones en la teoría económica académica: el desarrollo. El gobierno de Ospina Pérez recibió los consejos de una misión enviada por el Banco Mundial bajo la dirección del economista canadiense Lauchlin Currie, quien se definía a sí mismo como “un misionero económico”, que como Kemmerer veinte años antes (en el gobierno del otro Ospina) y como Hirshman diez después (cuando la “Alianza para el Progreso”), venía a predicar la verdadera fe: el desarrollismo (que desde entonces ha imperado bajo todos los gobiernos, salvo el de Carlos Lleras Restrepo). La prédica del misionero Currie era hostil a toda idea de reforma agraria, y aún al agro en sí mismo, tenido por arcaico. Una política económica exitosa no debía buscar mejorar la situación económica de los campesinos, y ni siquiera intentar educarlos, sino enviarlos a las ciudades: urbanizarlos y proletarizarlos en las fábricas de la revolución industrial.
Y, en efecto, los resultados más inmediatos de la Violencia fueron el desplazamiento forzado y la urbanización informal, dado que las ciudades eran más seguras, o menos peligrosas que los campos, y crecieron en consecuencia. Como creció también, en efecto, la producción industrial, ayudada porque la mecánica del desplazamiento campesino mantenía bajos los salarios urbanos. Se dieron entonces muchas huelgas: pero todas resultaron derrotadas y concluyeron con la expulsión de sus dirigentes y el debilitamiento de los sindicatos. La Confederación de Trabajadores de Colombia, la CTC, liberal lopista (y comunista) fue desplazada por la fuerza por la Unión de Trabajadores de Colombia, UTC, conservadora (y jesuítica). Por añadidura, los buenos resultados económicos de esos años se vieron impulsados por el boom internacional de la postguerra mundial y por los altos precios internacionales del café.
Pero arreciaba la violencia de la lucha política, cada vez más organizada desde arriba pero también con cada vez mayor variedad de participantes espontáneos desde abajo. Gamonales de pueblo, terratenientes, pequeños propietarios, mayordomos de haciendas de latifundistas ausentistas, peones jornaleros reunidos en pandilla, comerciantes, transportadores. Y, cada vez más, la policía. O mejor, las policías, que en la época no estaban unificadas nacionalmente, sino que eran municipales y departamentales y por eso dependían de las ferozmente politizadas autoridades locales, o de ellas mismas. Si bien a escala de veredas y municipios los liberales empezaron a montar también una violencia de resistencia, a escala del país el Partido Liberal oficial se esforzaba todavía por preservar o recuperar la paz. Gaitán, ya para entonces su jefe incontrovertido, encabezó en la tarde del 7 de febrero de 1948 en Bogotá una multitudinaria “Marcha del Silencio” de decenas de miles de manifestantes para pedirle al presidente Ospina “paz y piedad para la patria”.
Habló Gaitán, “bajo un silencio clamoroso”, en una breve “oración por la paz” cortada por largos y elocuentes y solemnes silencios, para advertirle al gobierno que esa aparente pasividad del Partido Liberal no era indicio de amedrentamiento: “estas masas que así se reprimen también obedecerían la voz de mando que les dijera: ejerced la legítima defensa”. Y terminó diciendo: “Malaventurados los que en el gobierno ocultan tras la bondad de las palabras la impiedad para los hombres de su pueblo, porque ellos serán señalados con el dedo de la ignominia en las páginas de la historia”.
La respuesta vino dos meses más tarde, el 9 de abril de 1948: mataron a Gaitán.
Y a continuación el mismo pueblo liberal disciplinado de la marcha del silencio estalló en un apocalipsis de destrucción que en la historia latinoamericana se conoce con el nombre de “El Bogotazo” y en la de Colombia con el de “Nueve de Abril”. Había dicho Gaitán: “A mí no me matan, porque si me matan no queda piedra sobre piedra”.
Tras el terremoto popular del 9 de abril del 48 vinieron unos meses de la fingida tranquilidad del miedo. Con los jefes liberales que en la tarde de la sublevación y el caos habían ido a visitarlo en Palacio bajo las balas y entre los incendios, el presidente Ospina improvisó nuevamente un gobierno de Unidad Nacional, mientras Laureano Gómez, el jefe de su partido, que en vano había pedido el traspaso del poder a una Junta Militar, se iba indignado del país (a la España de Franco). En la Bogotá medio quemada restablecieron el orden las tropas del ejército venidas de Boyacá, pero en provincia los que fueron llamados “nueveabrileños” empezaron a levantar la autodefensa liberal vaticinada por Gaitán: en los Santanderes, en los Llanos orientales, en Cundinamarca y en el sur del Tolima, en las regiones cafeteras del Viejo caldas, en Boyacá y Casanare, en el Meta. Exceptuada la costa atlántica y el despoblado Chocó, la violencia liberal-conservadora, oficial y civil, empezó a extenderse por todo el territorio del país. Si en el año 47 había causado 14 mil asesinatos, en el 48 las víctimas mortales llegaron a 43 mil, con el correlativo éxodo de varios cientos de miles de personas de unos pueblos homogéneamente sectarios a otros, o a las grandes ciudades heterogéneas y anónimas, que se agrandaron aún más.
Pero tampoco en las ciudades duró mucho la tregua entre las élites políticas. En el propio recinto de la Cámara se enfrentaron a balazos parlamentarios liberales y conservadores, con el resultado de varios heridos y dos muertos. Rota de nuevo la recién remendada Unión Nacional, los liberales pretendieron llevar a juicio político al presidente Ospina, y este replicó cerrando el Congreso y decretando el estado de sitio. Las demás instituciones ─Corte Suprema, Consejo de Estado, Tribunal Electoral─ fueron purgadas de magistrados liberales y convertidas en hegemónicamente conservadoras. Simultáneamente la fundación de la Organización de Estados Americanos (OEA) en la Conferencia Panamericana del mes de abril había consagrado el anticomunismo como doctrina política y militar oficial de todos los países americanos, llevados de cabestro por los Estados Unidos. Y en Colombia el jefe único del Partido Conservador, Laureano Gómez, a su regreso de España había identificado al comunismo con el liberalismo en su famosa teoría del Basilisco: un aterrador monstruo mitológico, una multiforme quimera compuesta de fragmentos de varias bestias malignas y terribles. Según él, el basilisco colombiano, que era el Partido Liberal, “camina con pies de confusión y de ingenuidad, con piernas de atropello y de violencia, con un inmenso estómago oligárquico, con pecho de ira, con brazos masónicos y con una pequeña, diminuta cabeza comunista, pero que es la cabeza”. Por lo cual era necesario aplastar no sólo a la cabeza sino a todos los demás miembros.
Tal como se estaba haciendo.
De todo el aparato administrativo del Estado, principal empleador de la nación, fueron echados a la calle los funcionarios liberales a todos los niveles, como queriendo ilustrar la vieja frase sardónica del político conservador decimonónico y gramático latino Miguel Antonio Caro: “¡Que tiemblen los porteros!”. Fueron expulsados todos los agentes de policía de filiación liberal (el 9 de abril muchos policías habían repartido armas entre los amotinados del Bogotazo y se habían sumado a ellos), y pronto se unificaron los cuerpos departamentales de la policía y fueron puestos a órdenes del Ministerio de Guerra. Se crearon las policías informales y paralelas ─los “chulavitas” boyacenses, así llamados por el pueblo de su primer origen sobre el cañón del río Chicamocha, los “pájaros” del Valle del Cauca, que llegaban a matar y se iban como volando─ al servicio, no del Estado, sino del Partido Conservador. Se purgó a la oficialidad liberal del ejército, del que por su composición teóricamente apolítica pero en la realidad bipartidista, como toda institución en el país, Gaitán había dicho que en esa “hora de tinieblas de la patria” era el único baluarte “contra la furia” de la política. Y se incrementó su pie de fuerza, de 11 mil a 15 mil hombres. Más adelante vendría el momento de usarlo.
Declaró entonces el presidente (conservador) de la Asociación Nacional de Industriales (ANDI): “La situación colombiana es hoy en día la mejor que se haya jamás conocido”. Una declaración que prefigura la pronunciada cuarenta años más tarde, en los años noventa, por otro presidente de la ANDI: “La economía va bien, pero el país va mal”. Desde los albores del siglo XVI da la impresión de que la historia de Colombia haya sido la repetición de la repetidera. O, para decirlo con giro más elegante, un eterno retorno.
A medida que se acercaban las elecciones presidenciales de 1950, con el Congreso clausurado y bajo estado de sitio todo el territorio, se endureció la represión contra el liberalismo. De entonces data la frase de un ministro según la cual el gobierno conservador defendería su control del poder “a sangre y fuego”.
Y así lo hizo.
A la requisición y destrucción de cédulas de votantes liberales en los campos se sumó la campaña de prensa de Laureano Gómez en su periódico El Siglo denunciando que los liberales acumulaban “un millón ochocientas mil cédulas falsas” para hacer fraude electoral. Creció también la violencia: el registrador nacional, un liberal, renunció a su cargo anunciando que las elecciones serían “una farsa sangrienta”. Un detalle: en Bogotá la policía disolvió a tiros una manifestación del candidato liberal a la presidencia, Darío Echandía, matando a varios de sus acompañantes, entre ellos su hermano: fue un último episodio de agresión que llevó a los liberales a decretar la abstención electoral, alegando “falta de garantías”. Así que las elecciones se celebraron con el caudillo conservador Laureano Gómez como único candidato.
Las ganó. Obtuvo un millón cien mil votos: casi el doble de los de su copartidario Mariano Ospina cuatro años antes, y casi tantos como la suma de los tres candidatos de entonces. El millón ochocientas mil presuntas cédulas falsas de los liberales, y las setecientas cincuenta mil verdaderas de sus votantes de cuatro años atrás, no aparecieron en las urnas.
Bajo el gobierno de Laureano Gómez no es ya el conservatismo el que se instala, ni siquiera en su más extrema variedad ultramontana: sino el fascismo. Un fascismo cristiano, un nacionalcatolicismo respaldado por la iglesia a la manera del impuesto en España por el régimen franquista, pero que no reposaba como allá en el ejército vencedor de una guerra civil abierta sino en las policías paralelas, irregulares y secretas de la “guerra civil no declarada”, como se llamó desde entonces a la creciente Violencia: la popol (policía política), el detectivismo (del SIC, Servicio de Inteligencia Colombiano, antecesor del DAS ), y los chulavitas y los pájaros que le servían al régimen de fuerzas de intimidación y control rural. Hasta los primeros años cuarenta, mediada la Guerra Mundial, Gómez había sido simpatizante del nazismo alemán, que había visto crecer durante sus años de embajador de Colombia en Berlín a principios de los treinta; pero con la derrota de Hitler, y apoyado en su propio fanatismo anticomunista, no le fue difícil reconciliarse con el victorioso nuevo imperio norteamericano, hasta el punto de empeñarse en participar en la guerra de Corea: el primer gran conflicto militar de la Guerra Fría entre los Estados Unidos y el bloque comunista de la Unión Soviética y la China, todavía solidarias. Colombia fue entonces el único país de la mansa América Latina que contribuyó en el conflicto de la remota península asiática con un batallón de soldados y una fragata. En defensa, como se dijo entonces, de la democracia.
Eso, en lo internacional: por poca democracia que fuera entonces la representada por el régimen dictatorial de Corea del Sur. En lo interno el propósito del gobierno de Laureano Gómez no era tampoco democrático: era la instauración de una autocrática república hispánica cristiana modelada sobre la “Política de Dios y Gobierno de Cristo” propuesta por Quevedo en el siglo XVII y, más contemporáneamente, sobre el nacionalcatolicismo de la Falange española y el “Estado Novo” del dictador portugués Oliveira Salazar. Para eso se convocó una Asamblea Nacional Constituyente, Anac, que debía refundar las instituciones políticas de Colombia.
Nada es novedoso en Colombia.
Entre tanto, y mientras la violencia continuaba creciendo en todo el país (cincuenta mil asesinados políticos en el año 50), el gobierno de Laureano Gómez tomaba decisiones prácticas mediante decretos de estado de sitio y ante una Anac convocada y a medio nombrar sobre bases sectoriales: representantes de la Andi, la Asociación Bancaria, Fenalco, la Federación de Cafeteros, la iglesia y los sindicatos (católicos); y al margen del sufragio universal, considerado por el presidente “la madre de todas las calamidades”; pero tal Constituyente no había sido reunida todavía, y duraría más de tres años sin serlo. Decisiones prácticas para abolir las libertades políticas de prensa, reunión y manifestación, instaurar la censura y propiciar la instalación desde arriba de “un Orden Social Cristiano”. De ahí el proyecto de “recristianización de la enseñanza” mediante la expulsión de los maestros y maestras liberales “de pésimas costumbres” para limpiar el “desgreño moral” de los años de la República Liberal con sus perversiones: educación mixta, enseñanza sexual y deportes femeninos “en obedecimiento de los planes masónicos”.
Dentro de la tragedia creciente de la violencia ya desatada en todo el país no faltaba algo de sainete. Al cabo de año y medio Laureano Gómez tuvo que retirarse por razones de salud. Dejó encargado de la presidencia al que había sido su ministro de guerra, Roberto Urdaneta Arbeláez, mientras empezaba ya a agitarse el habitual juego nacional de la sucesión presidencial entre el expresidente Ospina, ya nostálgico del poder, el ambicioso jefe criptofascista Gilberto Alzate que en su juventud había organizado comandos de “camisas negras” en su ciudad de Manizales, y el propio Urdaneta, que tenía fama de hombre moderado y pacifista, amigo de todo el mundo: tanto de conservadores como de liberales.
Sin embargo, contra lo esperado, bajo su mando se recrudeció la persecución sectaria, que empezó a afectar no sólo las ciudades sino dentro de estas las más altas filas de las oligarquías: el 6 de septiembre de 1952 fueron incendiados en Bogotá los diarios liberales El Tiempo, del expresidente Eduardo Santos, y El Espectador, de los descendientes de don Fidel Cano, y se les prendió fuego también a las casas del expresidente Alfonso López y del jefe del Partido Liberal Carlos Lleras Restrepo. Santos, López y Lleras salieron para el exilio a París, a México, a Nueva York (el otro Lleras, Alberto, estaba en Washington como Secretario General de la OEA). En los campos la lucha alcanzó niveles frenéticos de barbarie: se inventaron métodos atroces e inéditos de degollamiento ─el “corte de franela”, el “corte de corbata”, el “de mica”─, y se hicieron frecuentes los asesinatos de familias enteras, de niños y hasta de fetos en el vientre de las madres, bajo la consigna de “no dejar ni pa’ semilla” del adversario político. Campeaban sin estorbos en Boyacá y los Santanderes la policía chulavita, y en el Valle los pájaros conservadores, pero empezaron a organizarse guerrillas liberales en los Llanos orientales, en el sur del Tolima, en Cundinamarca, en la región del Sumapaz en las goteras de la capital. A principios de 1953 las guerrillas de los Llanos sumaban quince mil hombres. Y el ejército entró en danza.
Vino entonces un episodio de comedia de enredo. El retirado presidente Laureano Gómez, a quien se creía agonizante, recuperó repentinamente la salud el 13 de junio de 1953 para ir a Palacio a exigirle al presidente encargado Roberto Urdaneta la destitución fulminante del comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, el general Gustavo Rojas Pinilla. Urdaneta quiso contemporizar, ante lo cual Gómez reasumió la presidencia, destituyendo al encargado e improvisando un decreto con un ministro de Guerra nombrado ad hoc que destituyó también al general Rojas. Y se fue para su casa. Urdaneta se sentó a almorzar. El general Rojas llegó a Palacio y le anunció a Urdaneta que tomaba el poder en nombre de las Fuerzas Armadas; y le ofreció de nuevo, a título personal, la presidencia. Urdaneta la declinó, alegando que para poder aceptarla se requeriría la renuncia formal y protocolaria de Gómez. Rojas entonces, desconcertado en la maraña jurídica, la asumió para sí mismo. Fueron llamados a Palacio los jefes conservadores Ospina y Alzate para que dieran su bendición política al golpe de cuartel. Se buscó al depuesto presidente Gómez, que se hallaba en casa de un amigo horneando pandeyucas para el chocolate, y bajo escolta militar se lo envió al aeropuerto de Techo, rumbo al exilio. Según Rojas, se le dio un sueldo de 3.000 dólares: “Ningún embajador ganaba esa vaina”.
En Bogotá lloviznaba, como siempre. Un último y único laureanista leal acompañó con su paraguas hasta la escalerilla del avión al hombre que había sido durante veinte años el jefe indiscutido y temido del Partido Conservador Colombiano.
Los conservadores de Ospina y Alzate rodearon de inmediato al general golpista para que no se les escapara. El depuesto presidente encargado Urdaneta fue condecorado por Rojas con la Cruz de Boyacá, la más alta de las condecoraciones colombianas. La misma presea le fue otorgada al cardenal primado Crisanto Luque, arzobispo de Bogotá, quien bendijo el golpe a pesar de su estrecha amistad con el derrocado presidente Laureano Gómez. También la recibió de manos de Rojas la Virgen de Chiquinquirá, en su calidad de Patrona y Reina de Colombia. Los liberales aplaudieron aliviados el cuartelazo, calificándolo de “golpe de opinión”. La prensa unánime, salvo El Siglo, saludó al general llamándolo “el segundo Libertador” y comparándolo no sólo con Bolívar sino también con Jesucristo, y Rojas prometió que gobernaría en nombre de los dos. La Asamblea Nacional Constituyente convocada dos años antes para apuntalar el gobierno de Gómez se inauguró por fin dos días después del golpe, presidida por Ospina, para proclamar la legitimidad de la presidencia de Rojas para el año faltante de la de Gómez.
El general Rojas Pinilla anunció en su proclama inaugural: “¡Paz, Justicia y Libertad! ¡No más sangre, no más depredaciones en nombre de ningún partido!”. Decretó una amnistía. Las guerrillas liberales entregaron las armas en los Llanos, el Tolima, Santander, Antioquia (algunos de sus jefes serían asesinados poco después). Los exiliados políticos volvieron al país. Pero detrás de su aparente suprapartidismo el general presidente era un militar ultraconservador, que como comandante de la Tercera Brigada del ejército había apadrinado la violencia oficial y la de los pájaros en el Valle, y un fanático anticomunista de la Guerra Fría. Instaló un gabinete de ministros exclusivamente conservadores, tanto ospinistas como laureanistas conversos, con algunos militares: más que una dictadura militar, la suya fue en los primeros tiempos una continuación de las dictaduras conservadoras de los siete años anteriores.
Pero poco a poco se fue también convirtiendo en una dictadura más personal y al tradicional estilo latinoamericano, fomentando el culto a la personalidad del presidente a través de la Oficina de Información y Propaganda del Estado (Odipe) creada bajo el gobierno de Urdaneta: Rojas empezó a usar el título de Jefe Supremo. Y en una dictadura también más militar, nombrando gobernadores y alcaldes militares en medio país, decidiendo enormes gastos en armamento y modernización de las Fuerzas Armadas y logrando de los Estados Unidos notables incrementos en la ayuda militar con el pretexto de la lucha anticomunista de la Guerra Fría. Ya en América Latina se había iniciado una cruzada anticomunista, inaugurada en Guatemala con el derrocamiento del gobierno izquierdista de Jacobo Arbenz por la CIA y la United Fruit, y encabezada por una alianza de dictadores militares: Rojas Pinilla en Colombia, Pérez Jiménez en Venezuela, Rafael Leonidas Trujillo en la República Dominicana, Anastasio Somoza en Nicaragua, Alfredo Stroessner en el Paraguay, Fulgencio Batista en Cuba.
La de Rojas se transformó también en una dictadura cada vez más dura. Sin que cesara la violencia rural pese a la entrega de las guerrillas, se fortaleció la censura de prensa ejercida por oficiales del ejército, que en lo referido a la radio (y a la recién inaugurada televisión) se extendía hasta la prohibición de “músicas foráneas”, como el bolero, la ranchera y el tango (el pasodoble no). El Diario Oficial y el Diario de Colombia, dirigido por el yerno de Rojas, se convirtieron en los portavoces del gobierno, y a mediados del año 55 fueron clausurados los periódicos liberales El Espectador y El Tiempo (El Siglo, laureanista conservador, había sido cerrado desde el 53). El 8 y 9 de junio del 54 unas manifestaciones estudiantiles fueron disueltas a tiros por la policía y el ejército, con el resultado de varios muertos, por los cuales el gobierno acusó al comunismo internacional; el cual fue a continuación declarado fuera de la ley por la Asamblea Constituyente reunida para ese efecto, y para el de proclamar a Rojas presidente para el período 54-58. A imitación de Mussolini y Hitler en la Europa de los años treinta, Rojas exigió a la oficialidad de las Fuerzas Armadas un solemne juramento de lealtad a su persona como General Jefe Supremo, y a su nuevo movimiento político llamado “Tercera Fuerza”, partido por encima de los partidos. Y empezó a hablar de la formación de un ominoso “binomio Pueblo-Fuerzas Armadas” destinado a gobernar para siempre.
Se fue acumulando el descontento, que el gobierno atribuía a las intrigas de las oligarquías. La situación de la economía era sin duda la mejor en décadas, debida entre otros factores a una bonanza cafetera sin precedentes, y se hacían grandes obras públicas. Pero también crecía la corrupción oficial, centrada en la familia presidencial que se enriquecía a ojos vistas dando alas a su impopularidad. Una tarde de enero de 1956, en la Plaza de Toros de Bogotá, el público abucheó la presencia en el palco de la hija del dictador y en cambio aplaudió la aparición de Alberto Lleras, que a su regreso de la OEA en Washington se había convertido en el jefe informal de la resistencia civil; y al domingo siguiente cientos de agentes de civil de la policía secreta apalearon al público en represalias, dejando una docena de muertos y un centenar de heridos. Asombrosamente, la corrida de toros no se interrumpió. Meses más tarde, en agosto, estallaron accidentalmente en las calles de Cali cuarenta camiones militares cargados de dinamita y munición, y causaron mil quinientos muertos y más de dos mil heridos: el presidente responsabilizó de la catástrofe a los expresidentes liberales López, Santos y Lleras, a quienes llamó “guerrilleros intelectuales”.
Así, paulatinamente, los insatisfechos fueron organizándose en un “Frente Civil” de oposición al gobierno militar. Sólo Ospina le mantenía su apoyo, pues estaba seguro de sucederlo en la presidencia. Laureano, desde su exilio en España, era un resuelto opositor al “usurpador” que lo había desterrado, pero aún era más grande su horror por el basilisco liberal y por su viejo rival conservador: a finales del año 55 todavía les escribía a sus partidarios: “Si deben escoger entre Rojas y cualquier otro militar, escojan a Rojas; si deben escoger entre Rojas y Ospina, escojan a Rojas; si deben escoger entre un conservador y un liberal, escojan al conservador”. Y sin embargo acabó cediendo él también, como lo hizo Eduardo Santos a pesar de su odio personal por Gómez. A instancias del expresidente Alfonso López, Alberto Lleras y Laureano Gómez se entrevistaron en Benidorm, en la costa española, para redactar los pactos bipartidistas del Frente Civil. Por ellos, los conservadores renunciaban a la violencia, y los liberales a imponer sus mayorías electorales: habría paridad liberal-conservadora en los tres poderes del Estado y alternación en la presidencia durante los dieciséis años siguientes, de 1958 a 1974. Sólo faltaba por convencer Ospina. Fue cosa hecha cuando, en mayo del 57, la Anac se reunió nuevamente, reforzada con constituyentes de bolsillo del general, y proclamó a este presidente para el período 58-62. Ospina, entonces, se sumó al frente civil antirojista.
Rojas se quedó solo. Hasta en las propias Fuerzas Armadas apareció la fronda. El cardenal Crisanto Luque escribió una carta pastoral condenando los excesos de la dictadura. Tras una sucesión de banquetes y homenajes en grandes hoteles y clubes sociales, el Frente Civil llamó a un paro general en el que participaron los industriales, los comerciantes y los banqueros, el clero, los clubes sociales, los estudiantes universitarios y de bachillerato, los maestros. Rojas resumió, con razón: “Las oligarquías económicas en criminal maridaje con las oligarquías políticas”, y sacó en vano los tanques a la calle. Sus generales le hicieron ver que la situación no tenía salida: el Frente Civil se había abierto para darles cabida también a ellos, cambiando su nombre por el de Frente Nacional.
El 10 de mayo de 1957 Rojas dejó el poder en manos de una Junta Militar de cuatro generales y un almirante, entre quienes repartió ceremoniosamente las prendas de su uniforme militar: el quepis, los pantalones, la guerrera; y, como Laureano Gómez cuatro años antes, se fue al exilio en la España franquista.
También a él le entregaron un cheque de 15.000 dólares, “en calidad de anticipo de su sueldo de 3.000 dólares mensuales como expresidente de la República”. Esa vaina, había dicho él mismo, no la ganaba ningún embajador.