No encuentro en la historia nacional el ejemplo de un período de gobierno que no se haya constituido en una oligarquía.
Para empezar, Olaya y López no se podían ver. Luego se detestaban López y Santos. A continuación Lleras abominaba de Turbay y de Gaitán, que se execraban el uno al otro. Y todos odiaban a sus antecesores, los generales de las guerras civiles. En eso consistieron los dieciséis años de lo que se llamó la República Liberal, entre 1930 y 1946.
La crisis del año 29 en la bolsa de Nueva York dio comienzo a la Gran Depresión económica en el mundo entero. En Europa reinaba un gran desorden: surgían los fascismos en Italia y Alemania, mientras que en España caía la monarquía y se proclamaba la República. En los Estados Unidos el demócrata Franklin Roosevelt era elegido presidente e iniciaba la política económica del New Deal. En toda América Latina florecían las dictaduras militares —salvo en México, donde imperaba la dictadura civil del Partido Revolucionario Institucional, PRI—. Pero en Colombia todo parecía inconmovible. Cuenta un historiador: “Todo era conservador: el Congreso, la Corte Suprema, el Consejo de Estado, el Ejército, la Policía, la burocracia”. Por eso cuando en la Convención Liberal de 1929 Alfonso López Pumarejo advirtió a su partido que debía prepararse para asumir el poder, nadie lo creyó posible.
Seguro de sí mismo, el conservatismo se dividió entre dos candidatos: un general y un poeta. Y los liberales decidieron tentar suerte con el nombre de Enrique Olaya Herrera, que despertó un gigantesco respaldo popular completamente inesperado, pues llevaba casi diez años ausente del país: nada menos que como embajador en Washington de los sucesivos gobiernos conservadores. Olaya desembarcó en Barranquilla y se vino río Magdalena arriba echando discursos diluviales y dando vivas al gran Partido Liberal en cada puerto y en cada plaza de pueblo hasta llegar a Bogotá. Y arrasó en las elecciones. Bajo la modorra de la Hegemonía un crucial dato demográfico había cambiado: en treinta años se había casi duplicado la población del país, y la proporción entre la rural y la urbana se había transformado radicalmente. Lo cual, empujado por la crisis económica que disparó el desempleo en las nacientes industrias citadinas y en las obras públicas financiadas a debe con empréstitos extranjeros, desembocó en un vuelco electoral: los conservadores perdieron votos en el campo y los liberales los ganaron en las ciudades. Y tal vez por primera vez en la historia de la república tuvieron estos las mayorías electorales legítimas, sin necesidad de recurrir al fraude como en la época del Olimpo Radical.
Aún más sorprendente fue la reacción del Partido Conservador en el poder: lo entregó mansamente, en la transición más pacífica y menos accidentada que se había visto en los últimos cien años, sin conato de guerra civil ni tentativa de golpe de Estado, desde los tiempos del general Santander.
Pero a poco andar empezó la violencia partidista en los pueblos de los Santanderes, al tiempo que en las ciudades crecía la agitación social, alentada por el desempleo e incluso el hambre urbana provocados por la Gran Depresión. El ministro de Hacienda —el conservador Esteban Jaramillo— lo resumiría más tarde: “Rugía la revolución social, que en otros países no pudo conjurarse”. (Porque el gobierno de Olaya, aunque teóricamente liberal, tenía participación de los conservadores: respondía a la fórmula de colaboración tantas veces repetida desde el presidente Mallarino a mediados del siglo XIX, esta vez bajo el nombre de “Concentración Nacional”). Y a conjurar esa revolución social en Colombia contribuyó en mucho la irrupción inesperada de una guerra fronteriza con un país vecino, también la primera en un siglo, que paradójicamente trajo estabilidad interna. Tropas del ejército peruano invadieron Leticia, sobre el río Amazonas, y en las fronteras selváticas murieron unos pocos soldados peruanos y colombianos; pero en Colombia se unieron en una misma exaltación nacionalista los partidos y las clases sociales. Hasta Laureano Gómez, el nuevo y belicoso caudillo conservador, implacable crítico del gobierno de Olaya (del que venía de ser embajador en Alemania), se unió al coro patriótico: “¡Paz! ¡Paz en lo interior —clamó en el Senado— ¡Y guerra! ¡Guerra en la frontera contra el enemigo felón!”.
Poco más tarde, cuando se hizo la paz en la frontera, Gómez denunciaría violentamente al gobierno por haberla hecho, y volvería a desatarse la guerra en lo interior. Porque los éxitos locales e internacionales de Olaya habían abierto el camino para el gobierno de Partido Liberal homogéneo, un gobierno resueltamente “de partido”, que a continuación iba a encabezar Alfonso López Pumarejo: el ambicioso gobierno de la Revolución en Marcha.
Alfonso López Pumarejo fue un improbable líder revolucionario: era “un burgués progresista”, como lo llamaría cuarenta años más tarde su hijo Alfonso López Michelsen. Nieto de uno de los jefes de los artesanos de Bogotá durante la dictadura de Melo a mediados del siglo XIX, hijo de un exportador de café y banquero que a principios del XX llegó a ser uno de los colombianos más ricos de su tiempo, y banquero quebrado él mismo y hombre de negocios que se dio a la política cuando le fracasaron los negocios, como a todo el mundo en esos días de la Gran Depresión. Su gobierno, hecho de jóvenes liberales de izquierda, llegó en 1934 proponiendo reformas radicales basadas en la intervención resuelta del Estado, no sólo en lo político sino en lo económico y social. El propio presidente anunció en su discurso de posesión cambios impresionantes:
El deber del hombre de Estado es efectuar por medios pacíficos y constitucionales todo lo que haría una revolución por medios violentos.
Pero su Partido Liberal, salvo unas minoritarias vanguardias entusiastas de jóvenes intelectuales, periodistas, estudiantes y dirigentes sindicales, no estaba preparado para eso: seguía siendo mayoritariamente un partido caciquil de gamonales, de abogados y de terratenientes, como en los tiempos de Murillo Toro o del general Santander. Por eso López mismo, mediada su administración, tuvo que anunciar una “pausa” en las reformas. Pues pese a tener un Congreso homogéneamente liberal (el jefe conservador Laureano Gómez había ordenado la abstención electoral de su partido) este estaba hecho de liberales de muy distintos matices, “desde Manchester hasta el Frente Popular”: y eran más los de Manchester.
Así que las reformas anunciadas casi no pasaron del papel a la realidad de los hechos. Una reforma constitucional que aspiraba a “quebrarle las vértebras” a la Constitución teocrática y cuasimonárquica de 1886, pero que no pasó de ser —diría el propio López— “un compromiso entre la cautela y la audacia”; una reforma agraria que por enésima vez (desde el presidente de la Real Audiencia Venero de Leyva en el siglo XVI) proponía redistribuir la tierra, y tampoco esta vez lo consiguió: su famosa Ley 200 de 1936, sin llegar a aplicarse, se volvió “un criadero de demandas”, y a los pocos años fue revertida por la no menos famosa Ley 100 de 1944, bajo el segundo gobierno del mismo López Pumarejo; una reforma tributaria que por primera vez puso a los ricos a pagar impuesto de renta y patrimonio, como suma a los que ya pagaban los pobres: la alcabala sobre los “vicios populares” del tabaco y el aguardiente; una reforma laboral que consagraba el derecho a la huelga: una reforma de la educación universitaria.
Y finalmente la que encendió la más viva oposición del Partido Conservador, en el que los momificados notables de la Hegemonía habían sido desplazados por la jefatura única e imperiosa del senador Laureano Gómez: la reforma del Concordato con el Vaticano para protocolizar la separación de la Iglesia y el Estado. A la Santa Sede y al Papa Pío XII les pareció muy bien. A los conservadores colombianos no.
Por livianas al principio y casi sólo cosméticas que resultaran al final las reformas políticas y sociales impulsadas por la llamada Revolución en Marcha, el caso es que irritaron profundamente a los grandes propietarios del campo y a los industriales de las ciudades, enfurecieron al clero que veía recortados sus privilegios y su influencia, e indignaron por principio a los conservadores; y al mismo tiempo decepcionaron a los sectores populares y obreros, que esperaban mucho más de sus promesas. Por lo tanto la oposición al gobierno de López Pumarejo vino simultáneamente de tres vertientes: la derecha burguesa liberal, que se organizó en la APEN (Asociación Patriótica Económica Nacional) para defender la propiedad privada amenazada por la reforma agraria prometida: una especie de Mano Negra avant la lettre; la izquierda socialista, que el joven político Jorge Eliécer Gaitán quiso aglutinar en la UNIR (Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria); y el Partido Conservador. Las dos primeras fuerzas tuvieron corta vida institucional, y se diluyeron pronto de nuevo en los dos partidos tradicionales. Pero el conservatismo, unificado bajo la mano de hierro y la “disciplina para perros” de Laureano Gómez, inspirado en las doctrinas totalitarias del fascismo italiano y el nazismo alemán, y luego en el modelo hispánico del nacionalcatolicismo franquista, se endureció cada vez más a medida que el impulso reformista del gobierno se agotaba. Para 1938 la pausa en las reformas decretada por López se convirtió en programa de gobierno de su sucesor Eduardo Santos, cabeza de los liberales moderados.
Santos, un exitoso periodista dueño del diario El Tiempo, casi accidentalmente llevado a la presidencia en sustitución de Olaya Herrera (que murió siendo el candidato designado del liberalismo), pretendía hacer un gobierno, como era su talante, moderado y pacifista: republicano y liberal, en el sentido de lo que había sido veinte años antes la Unión Republicana, a cuyo servicio había puesto entonces su recién fundado periódico El Tiempo. Cuando tomó posesión en 1938 tenía ante los ojos el fracaso de la República Española, que según su criterio se había hundido en la Guerra Civil por la incapacidad de los liberales españoles para entenderse con su izquierda no comunista y su derecha no fascista, siguiendo un equilibrado curso medio. Santos quería un gobierno tranquilo, moderadamente progresista, sin alharacas revolucionarias, de concordia con todos: un gobierno que sin estridencias, paulatinamente, contribuyera a llevar al país a la tolerancia civilizada: lo mismo que en sus tiempos había pretendido la difunta Unión Republicana.
No le iba a permitir a Eduardo Santos darse ese lujo la oposición conservadora, que arreció su agresividad desde el primer día. Con motivo de un tiroteo en el pueblo de Gachetá que dejó varios muertos en las elecciones parlamentarias del año 39, el fogoso y elocuente Laureano Gómez acusó a Santos de haberse puesto a gobernar sentado en un charco de sangre conservadora. La Convención del partido bajo su dirección decretó: “Debemos armarnos por todos los medios posibles”. Y en el senado Gómez anunció cuál iba a ser su programa opositor: recurrir a “la acción directa y el atentado personal” con el objeto de “hacer invivible la república” hasta que el poder volviera a las únicas manos legítimas que debían ejercerlo: las del conservatismo. Con ese propósito fundó su periódico El Siglo en Bogotá, al que le hacía eco la prensa conservadora de provincias: La Patria de Manizales, El Colombiano de Medellín, Claridad de Popayán. Y los curas desde los púlpitos.
Para complicar las cosas estalló la Segunda Guerra Mundial, y a través de los periódicos liberales y conservadores la compleja política del mundo se coló de sopetón en la provinciana política colombiana: el fascismo, el nazismo hitleriano, el comunismo soviético; y se coló también a través de la geopolítica por causa de la cercanía del estratégico Canal de Panamá. Pero el presidente norteamericano Franklin Roosevelt inventó la Política del Buen Vecino para pastorear las repúblicas americanas contra la posible tentación germanófila, cuyo influyente representante en Colombia era Laureano Gómez, jefe casi indiscutido del Partido Conservador: sus únicos competidores eran los llamados “Leopardos”, más fascistas que nazis. Para Gómez, fervoroso antiyanqui como lo era casi toda su generación por cuenta del zarpazo imperial del primer Roosevelt, era preferible que el Canal estuviera en manos alemanas o japonesas (del llamado Eje Berlín-Roma-Tokio) a que lo siguieran administrando los Estados Unidos. En cambio Eduardo Santos, que también había sido antiyanqui virulento, creyó en las buenas intenciones de Roosevelt, o por lo menos las tomó en serio. Y aunque guardó una neutralidad verbal en la gran guerra, en la práctica tomó partido por los Aliados, siguiendo el camino marcado por los Estados Unidos: al cual desde entonces —y como desde mucho antes: desde Suárez, desde Ospina Rodríguez, desde Santander— ha estado uncida Colombia.
Por sobre la cabeza del presidente Santos y de su gobierno liberal, el adversario al que apuntaba Gómez era López, de quien se sabía que sería inevitablemente el sucesor de Santos, y a quien Gómez acusaba de ser comunista. Le confiaba al embajador de Roosevelt que para evitar el retorno de López al poder, que según él pondría a Colombia bajo el imperio del comunismo bolchevique, los conservadores estaban decididos a emprender una guerra civil, y esperaban contar para ello con la ayuda norteamericana. El embajador le aseguró (sin sonrojarse) que su gobierno nunca intervenía en asuntos internos de países soberanos. Laureano respondió diciendo que entonces buscarían las armas “en donde las había encontrado Franco” para ganar su guerra en España. Todavía no habían entrado los Estados Unidos en el conflicto mundial, y todavía creía Gómez, como muchos en el mundo, que el vencedor sería Alemania.
Llegó pues en el 42, como era previsible, el segundo gobierno de López, al grito de “¡López sí!” y al grito de “¡López no!”. Pero no trajo el bolchevismo que vaticinaba el caudillo conservador, y ni siquiera la profundización de las reformas sociales que esperaban confusamente las masas liberales que habían respaldado la Revolución en Marcha. López, se dijo entonces, había cambiado de amigos: ahora eran los ricos de los clubes sociales, los terratenientes de la Sabana de Bogotá, los latifundistas de los Llanos, los banqueros y los exportadores de café. Más que cambiarlos, había vuelto a los amigos de su juventud. Y había dejado a un lado a los entusiastas intelectuales jóvenes de su primer gobierno, que por otra parte ya no eran tan jóvenes y se habían vuelto más políticos que intelectuales. Él mismo había hecho un diagnóstico algunos años antes: “No encuentro en la historia nacional el ejemplo de un período de gobierno que no se haya constituido como una oligarquía, olvidando sus obligaciones para con sus electores”.
En lo militar, la guerra finalmente declarada a Alemania, en seguimiento de los Estados Unidos, fue apenas un detalle. O dos: un submarino alemán hundió un buque mercante colombiano, y un destructor colombiano hundió un submarino alemán. Pero sí tuvo de rebote, en lo político local, la consecuencia de un sonoro escándalo financiero sobre los bienes incautados a los nazis que enredó al hijo del presidente, a quien llamaban —como en los tiempos remotos en que hacía negocios el hijo del presidente Marroquín— “el Hijo del Ejecutivo”. No son nuevas casi nunca las cosas que suceden en Colombia.
Y ahí fue también Laureano Gómez quien llevó la batuta, mezclando acusaciones y denuncias por asuntos de toda clase: los negocios del hijo de López, el turbio asesinato de un boxeador llamado “Mamatoco”, la construcción de unas casetas de guardia en una finca del presidente. Acusado de haber sido el inspirador de una intentona de golpe militar que por dos días tuvo al presidente López preso en Pasto en julio de 1944, Gómez tuvo que refugiarse en el Brasil. Sería el primero de sus varios exilios.
Pero desde el otro extremo del arco iris político estaba también Gaitán: un parlamentario izquierdista venido de las clases medias bogotanas que había iniciado su carrera con las denuncias contra la United Fruit Company por la Matanza de las Bananeras a finales de los años veinte. Ante su creciente fuerza política, era visto por sus críticos del conservatismo o de los sectores más derechistas del liberalismo como un simple demagogo agitador de masas, con retazos de socialismo jauresiano e ínfulas de caudillo mussoliniano (había estudiado en Italia en los años del auge del fascismo). Un orador torrencial a quien amaban las masas populares —que en las fotografías y películas de la época se ven como mares de sombreros negros— cuando peroraba: “¡Yo no soy un hombre, yo soy un pueblo!”. Un serio pensador socialista —como lo había mostrado en su tesis sobre las ideas socialistas en Colombia—, y un político ambicioso, y tan odiado como adorado.
Desde los fracasos electorales de su movimiento UNIR de los años treinta, Gaitán se había reincorporado al Partido Liberal y había venido desescalonando su radicalismo izquierdista. No predicaba ya la lucha de clases, del proletariado contra la burguesía; sino sólo la más vaga lucha del pueblo contra las oligarquías, por igual conservadoras y liberales. Sin dejar por ello de colaborar con los gobiernos liberales, que lo hicieron alcalde de Bogotá en el año 36 con el primer gobierno de López, ministro de Educación de Santos en el 40, ministro de Trabajo del presidente interino Darío Echandía en 1944. Al regreso de López para el final de su gobierno, Gaitán escogió la oposición radical: “¡Por la restauración moral de la república, contra las oligarquías, a la carga!”.
Faltando un año para terminar su período, López renunció a la presidencia. Lo sustituyó su ministro de Gobierno, Alberto Lleras. Y a la vista de las elecciones del año 46, el Partido Liberal —como era lo habitual en los partidos en el poder— se dividió entre dos candidatos: el de su ala derecha Gabriel Turbay, respaldado por los grandes diarios El Tiempo y El Espectador, por el director del partido Eduardo Santos y por el aparato entero del partido. Y Jorge Eliécer Gaitán por los sectores populares y los sindicatos. El retirado pero muy influyente expresidente López no se pronunció por ninguno de los dos: o más bien lo hizo, sibilinamente, en contra de ambos. Y la campaña electoral se dio del mismo modo: en contra. Contra “el turco Turbay”, que era nacido de padres libaneses y tenía narices de turco: un extranjero; y contra “el negro Gaitán”, que era de modesto origen social y tenía cara de indio: un pobre.
El Partido Conservador había anunciado su abstención, como venía haciéndolo desde el año 34 para todas las elecciones presidenciales con el argumento del previsible fraude que iban a cometer los liberales; pero en las últimas semanas Laureano Gómez designó como candidato a Mariano Ospina Pérez, de la estirpe presidencial de los Ospinas: un pacífico y solemne hombre de negocios de Medellín, rico dirigente cafetero y empresarial, y que no despertaba más odios que el que le guardaba el propio Laureano, que sin embargo esperaba manejarlo cuando llegara el caso.
Ganó Ospina. Como dieciséis años antes había ganado Olaya frente a la división conservadora. Y así terminó, melancólicamente, la pujante República Liberal que iba a cambiar la historia de Colombia. Como había escrito el poeta angloamericano T.S. Eliot hablando de otra cosa completamente distinta: terminó “not with a bang, but a whimper”. No con un estallido, sino con un sollozo.