Felipe II recibiendo malas noticias de su imperio
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El imperio de la ley

“Se obedece pero no se cumple”. Sentencia indiana

La Colonia en el Nuevo Reino de Granada empezó con mal pie: de la ferocidad desaforada de la Conquista se pasó sin transición —pues eran los mismos protagonistas— a la crueldad más fría pero igualmente letal de la colonización sin escrúpulos. Corrupción en Santa Fé, piratería en Cartagena.

Pasada la primera ráfaga de sangre de la Conquista, el Nuevo Reino de Granada —como el resto de las Indias— empezó a llenarse de españoles pobres: es decir, que ya no podían hacerse ricos. Ya la tierra y los indios tenían dueños y el oro de las tumbas había sido saqueado. La única puerta de ascenso económico y social para esos pobres blancos recién llegados era el matrimonio con la hija de un encomendero, o con su viuda. O la lotería del nombramiento en algún modesto cargo público (también era posible comprarlo) para tener acceso a la teta de la corrupción. La corrupción, en efecto, caracterizó desde un principio la administración colonial española; acompañada, también desde un principio, por la denuncia de la corrupción.

Continuaban, sin embargo, las entradas de conquista en las regiones de indios bravos, aunque a partir de una pragmática sanción promulgada por Felipe II la palabra ‘conquista’ sería eliminada de los documentos oficiales y sustituida por la de ‘pacificación’. Continuaban, pues, las entradas pacificadoras; pero la población española se concentraba en el altiplano y en los valles de la tierra templada, siendo las nuevas minas descubiertas en regiones malsanas manejadas por capataces de propietarios ausentes. Porque el Nuevo Reino no tardó en convertirse en el principal productor aurífero de América, al descubrirse el oro de veta, que los indígenas no habían explotado: se limitaban a recoger los “oros corridos” del aluvión de los ríos, en cantidades muy modestas aunque suficientes para las necesidades de la orfebrería ornamental que practicaban. Los grandes tesoros “rescatados” por los conquistadores en los primeros años eran la acumulación de muchas generaciones de enterramientos y de ofrendas rituales. Pronto se vio que la minería de veta bajo los amos españoles era superior a sus fuerzas, sobre todo teniendo en cuenta que la inmensa mayoría de los indios serviles venían de las tierras frías de la altiplanicie y ahora eran obligados a trabajar en los climas calurosos y para ellos muy malsanos de las regiones mineras y de las plantaciones de caña. Con lo cual continuó la rápida disminución de la mano de obra indígena (en Antioquia, por ejemplo, se agotó por completo), a lo que las autoridades coloniales respondieron mediante la importación de esclavos negros, mucho más resistentes. Se queja un poeta anónimo del siglo XVII:

Aunque mi amo me mate a la mina no voy:
yo no quiero morirme en un socavón….

El trabajo de las minas era terriblemente duro: en España misma estaba reservado, con el del remo en las galeras del rey, a los criminales condenados. Pero aun en las minas o en las plantaciones, los esclavos negros eran mejor tratados que los indios, que eran en teoría libres, y justamente por eso: los esclavos valían plata, y los indios no.

Por esa misma consideración crematística eran tan severos los castigos previstos —sin fórmula de juicio— para los esclavos fugados: la castración, seguida por la horca: y el órgano cortado era exhibido en la picota pública.

Los cimarrones no sólo se erigían en un mal ejemplo para los demás sino que eran capaces de causar grandes daños: en 1530, por ejemplo, un grupo de esclavos fugitivos incendió la incipiente ciudad de Santa Marta. Y hubo palenques cimarroneros en todas las zonas esclavistas del Nuevo Reino de Granada: en la costa Atlántica y la Pacífica, en el Magdalena medio, en Antioquia, en el Valle del Cauca. Algunos fueron muy famosos, como el de San Basilio en las cercanías de Cartagena, o el de La Matuna en los Montes de María, en el Sinú. Éste fue fundado por el legendario Benkos Biohó, que había sido rey de su tribu en la costa de Guinea y tras ser esclavizado por los portugueses y vendido en Cartagena se fugó dos veces. Organizando escaramuzas contra los soldados cartageneros los mortificó tanto que el gobernador firmó con él un tratado de no agresión que duró quince años, durante los cuales llegó a visitar la ciudad vestido de español, donde fue ovacionado como un héroe por los esclavos locales. En vista de lo cual, por precaución, en 1619 las autoridades españolas lo apresaron a traición, lo castraron, lo ahorcaron y lo descuartizaron.

Así, muy pronto, la economía neogranadina se centró casi exclusivamente en dos únicos productos: oro para la exportación y esclavos africanos para la importación. El oro lo gastaba la Corona española en sus guerras del Viejo Continente. Contra los protestantes luteranos en el norte, en Flandes y Alemania, y luego también contra los ingleses, ya protestantes anglicanos; e intermitentemente contra los franceses, por ser franceses; y contra los turcos, por ser infieles, en el oriente y en el sur. Y apenas quedaban las migajas para defender las colonias productoras de ese oro: durante el primer asalto pirata a Cartagena en 1544 (reinaba todavía Carlos V) no había en la ciudad ninguna defensa: “el puerto sin muelles, los navíos sin remos, la artillería sin municiones, los soldados sin sueldo”, se quejaba un vecino. En 1586, frente a Francis Drake, sólo había unos pocos cañones que el corsario inglés se llevó tras el saqueo, junto con las campanas de la catedral. Sólo después de esos ataques empezaron las autoridades coloniales a fortificar la ciudad. A fines del siglo XVI el rey Felipe II se asomaba a las severas ventanas enrejadas de su palacio de El Escorial para otear el horizonte mascullando furioso ante el asombro de sus cortesanos:

Esas malditas murallas de Cartagena de Indias me cuestan tanto dinero que tendrían que ser visibles desde aquí.

Pero no se veían: crecían muy despacio. Lo cual se explica un poco al saber que al ingeniero que las construía, el italiano Bautista Antonelli, no le pagaban nunca el sueldo.

Y así caían las plazas fuertes: porque no lo eran. El Imperio español comenzó a perderse desde el mismo momento en que empezó a ganarse en América. Se desgajaba Flandes, Francia recuperaba el Rosellón, se independizaba Portugal, el Franco Condado volvía a manos francesas; y en el Caribe se perdía isla tras isla. Curazao ante los holandeses, Martinica y Guadalupe ante los franceses, Jamaica ante los ingleses y después la mitad de La Española (Haití), de nuevo ante los franceses. Y un reguero de islitas de las Pequeñas Antillas, de la Tortuga a Providencia, se convertían en guaridas de bucaneros y piratas, los llamados Hermanos de la Costa, o en bases desde donde los navíos holandeses, franceses o ingleses asaltaban las posesiones españolas o los convoyes de galeones cargados con el oro y la plata indianos. Lo cierto es que desde que empezó a conquistar un imperio “en el que no se ponía el sol”, desde Portugal y Flandes hasta las Filipinas, España carecía de los medios para conservarlo. Se arruinó en la tarea de mantener su poderío. Del rey de España diría más tarde el poeta Quevedo, con arriesgada ironía, que “era grande a la manera de un hoyo, que más grande es cuanta más tierra le quitan”.

Ayer como hoy

En el Nuevo Reino de Granada, entre tanto, reinaban la violencia, la corrupción y la anarquía. Para frenar los excesos de los gobiernos despóticos de los primeros conquistadores —Hernán Pérez de Quesada, Luis Alonso Fernández de Lugo— el Consejo de Indias decidió crear en Santa Fé una Real Audiencia con la misión de pacificar el territorio. No fue muy bueno el remedio: vinieron entonces los gobiernos caóticos de los burócratas: magistrados civiles que operaban a golpe de memorial y se enredaban inextricablemente en las infinitas querellas personales y políticas de una Audiencia colegiada.

Porque el primer presidente del nuevo organismo no llegó: lo envenenaron en Mompox, a la subida del río. Los oidores restantes se dedicaron a pelear con los encomenderos de la Sabana y de Tunja, con los gobernadores de las provincias, con los procuradores y los alcaldes, con los obispos y con los superiores de las órdenes religiosas, que a su vez reñían también con los obispos y con el clero secular. Los oidores, por supuesto, también disputaban entre sí, y se recusaban con frecuencia ante el lejano Consejo que los había nombrado. A veces morían ahogados antes de tomar posesión. Los fiscales o los visitadores los denunciaban ante el Consejo de Indias, y los enviaban a la metrópoli cargados de cadenas en la sentina de un galeón de la carrera de Indias.

Era un gobierno débil, clientelista —cada oidor llegaba acompañado por una numerosa parentela a la que procedía a colocar en puestos de la administración—; un gobierno corrupto y complaciente con los excesos de los encomenderos ricos y de las también corruptas y también cada vez más ricas órdenes religiosas. Los frailes —“escandalosos, sueltos y deshonestos”— en vez de evangelizar a los indios, como era en teoría su oficio, se ocupaban en la cría de caballos finos y perros de cacería o en el juego a veces violento de deponer a sus superiores, que entonces viajaban a España, o aun a Roma, a poner la queja, casi siempre en vano. Los obispos se morían. Llegaban los visitadores y volvían a irse. Los cargos quedaban vacantes o interinos años y años. Los encomenderos armaban sus propios pequeños ejércitos privados con soldados veteranos de la Conquista o con los “marañones” supervivientes de las sublevaciones de los Pizarro en el Perú, y se paseaban por las calles de la ciudad con las espadas desnudas.

Dos frases se repiten una y otra vez en los documentos de la época: “la insaciable codicia de los encomenderos” en los informes de la Audiencia al Consejo; y “los corruptísimos oidores” en las cartas de queja de los encomenderos al rey.

Un ejemplo de estos rifirrafes de todos contra todos fue el que enfrentó a tres bandas al más famoso e influyente vecino de Santa Fé, Gonzalo Jiménez de Quesada, con el obispo —luego arzobispo— Juan de los Barrios, y con el oidor y antes visitador Juan de Montaño. Además de ser característico del ambiente de pugnacidad generalizada que imperaba en el Nuevo Reino, el caso tiene un interés de fondo: giraba en torno a la suerte de los indios; y tuvo a la larga, mucho después de muertos sus protagonistas, serias consecuencias.

Quesada, que al cabo de diez años de pleitos había regresado de España absuelto también él de veinte imputaciones criminales, rico y distinguido con los prestigiosos títulos de adelantado y mariscal (aunque no con los cargos que ambicionaba de gobernador y capitán general), puso todo su talento político y de litigante, que era grande, en la pugna por sabotear lo que quedaba de la Leyes Nuevas de Carlos V que defendían a los indios de los abusos de los conquistadores. Y en el proceso chocó con dos obispos: el de Santa Fé, Juan de los Barrios, y el de Popayán, Juan del Valle, audaces prelados lascasianos que se atrevieron a plantear la peliaguda cuestión de si los españoles debían reparar a los indios por los crímenes de la Conquista.

Quesada vio el peligro de semejante impertinencia para su propia fortuna y las de sus compañeros de epopeya, y apeló al Consejo de Indias, haciendo ver que la pregunta ponía en duda la legitimidad de los títulos de la Corona sobre las Indias y la justicia de la guerra de la Conquista, cosas ya dilucidadas desde la célebre disputa de Valladolid. Barrios por su parte remitió el asunto nada menos que al gran Concilio de Trento, que estaba en ese momento inventando la doctrina y la estrategia de la Contrarreforma para detener en Europa la herejía protestante. Pero el recién coronado rey Felipe II, por “muy católico” que se llamara, no podía permitir que los santos padres conciliares se inmiscuyeran en sus prerrogativas regias: de modo que se opuso a que dieran su concepto. El obispo del Valle murió en la travesía que lo llevaba a Italia a presentar su protesta. El obispo Barrios, derrotado en su misión pastoral pero elevado a modo de consuelo a la dignidad de primer arzobispo de Santa Fé, consagró el resto de su vida y de sus energías a levantar la gran catedral que en su opinión merecía la ciudad arquiepiscopal. Con tan mala suerte que, recién terminada la obra, se desplomó la noche de la víspera de la misa pontifical de su consagración. No mató a nadie.

Peor todavía le iba a ir al oidor Montaño en su disputa con el Adelantado y su gavilla de encomenderos, que tenía el mismo origen: la defensa de los derechos de los indígenas frente a la brutalidad de sus amos españoles. Montaño llegó, como ya se dijo, con la pretensión de hacer cumplir las ordenanzas todavía vigentes, así fueran considerablemente diluidas, de las Leyes Nuevas de 1542. Lo cual, evidentemente, chocaba con los intereses de los encomenderos, que iban a perder el derecho de obligar a los indios a trabajar gratuitamente en sus haciendas y en el servicio de sus casas. El partido de los encomenderos, encabezado por Quesada, no podía oponerse frontalmente a la ley sin arriesgarse a ser tenido por sedicioso: se opuso entonces al oidor, vocero de la ley, esforzándose por desacreditarlo mediante una campaña de insidias, chismes, consejas y calumnias, que luego cuajaron en denuncias formales. Acusaron a Montaño de nada menos que doscientos delitos —incluido el gravísimo de maquinar la rebelión contra la Corona— y consiguieron que el juez de residencia lo enviara a España encadenado con grillos en pies y manos para ser juzgado por el crimen de lesa majestad. Fue decapitado en la Plaza Mayor de Valladolid. Y al otro lado del océano, en la remota Santa Fé encaramada en la cordillera, retornó la calma.

Si así puede llamarse al habitual desorden. Tan caótica se había vuelto la situación en la capital del Nuevo Reino, “tierra llena de vicios y de malas costumbres”, que el Consejo de Indias pensó en trasladar la sede del gobierno a Tunja, que era una ciudad más aburrida, pero más tranquila.

Dos hombres fuertes

La solución que se adoptó fue otra: el nombramiento en 1564 de un presidente de la Real Audiencia en propiedad, revestido además de la autoridad militar de capitán general del Nuevo Reino: Andrés Venero de Leyva. Era por añadidura un hombre recto y de carácter. Puede decirse que con él termina aquí el caos de la Conquista y empieza el orden de la Colonia. En sus Elegías…, don Juan de Castellanos habla de sus diez años de gobierno como de “una edad de oro”.

Si no tanto, sin duda fue al menos un alivio en la edad de hierro que vivían los indios sojuzgados, porque Venero, contra la oposición cerril de los viejos conquistadores y de su jefe natural, el Adelantado Jiménez de Quesada, impuso un nuevo trato conforme a la ley: no de igualdad, desde luego, pero sí de convivencia casi paternalista entre los españoles y los indios. A su llegada al Nuevo Reino se escandalizó al ver que, en desafío a las leyes de la Corona, los encomenderos “echaban a los indios a las minas, los cargaban, los alquilaban, los vendían y los empeñaban como hato de ganado”. Hizo construir caminos de herradura y puentes para que mulas y caballos reemplazaran a los indios como bestias de carga. Trató de imponer —aunque sin mucho éxito— la jornada de ocho horas y el descanso dominical que figuraban en las leyes, y suprimió, también de acuerdo con la ley, el trabajo obligatorio, sustituyéndolo por el voluntario y pagado, “sin apremio ni fuerza”. Hizo que sus oidores de la Audiencia emprendieran frecuentes visitas a las provincias “por rueda y tanda” para vigilar el cumplimiento de la ley por los terratenientes de las regiones: lo que hoy se llamaría “presencia del Estado”. Y, sobre todo, tomó la medida revolucionaria —pero contemplada en las leyes de Indias— de crear los resguardos indígenas: tierras de propiedad colectiva e inalienable adjudicadas a los indios de los antiguos cacicazgos. Con ello se lesionaban gravemente el poder y la riqueza de los encomenderos, basados en el trabajo servil: resultó que los indios, cuya supuesta tendencia a la pereza era severamente censurada (y físicamente castigada) por sus amos, preferían trabajar sus resguardos en agricultura de subsistencia que contratarse en las haciendas o en las minas por un salario de todos modos miserable.

Con el tiempo esto llevaría a la decadencia de los originales “beneméritos de la Conquista” y al ascenso político y social de los nuevos ricos: los contrabandistas y los tratantes de esclavos negros. El dinero empezó a ser más importante que la tierra.

Todo esto, naturalmente, enfureció al partido oligárquico de Jiménez de Quesada, cuyas presiones lograron que el Consejo de Indias ordenara para Venero de Leyva un juicio de residencia sólo cinco años después de su nombramiento. Salió absuelto de todo cargo y reinició sus funciones. Cinco años después volvió a ser juzgado, esta vez por acusaciones de corrupción dirigidas contra su mujer, y también fue absuelto. Quesada y los suyos obtuvieron sin embargo que fuera llamado a España para revisión del proceso. Pero allá resultó no sólo nuevamente absuelto, sino premiado por la Corona con el nombramiento de ministro principal del Consejo de Indias. Los encomenderos, aunque indignados, respiraron aliviados: por lo menos se había ido.

Concluido menos satisfactoriamente de lo que esperaba su enfrentamiento con el presidente Venero de Leyva, Quesada pidió licencia al rey para su expedición a los Llanos en busca del esquivo Dorado. De la cual, como se dijo en el capítulo anterior, regresó arruinado y enfermo para morir de viejo en Mariquita.

Y se volvió a lo de antes. Pasaron quince años de modorra burocrática antes de que volviera a venir al Nuevo Reino de Granada un presidente de la Audiencia enérgico y decidido a hacer respetar la autoridad del rey por la fronda oligárquica local: Antonio González, que llegó con instrucciones para hacer —horror— una reforma agraria. Sin expropiar a nadie, salvo a los terratenientes que no cumplieran con la condición de “morada y labor”, es decir, explotación y vivienda, con que se habían entregado las encomiendas; y simplemente mediante una limpieza de los títulos de propiedad viciados por los cuales se habían corrido las cercas, por decirlo así —aunque no había todavía cercas—, ampliando fraudulentamente los latifundios sobre los baldíos no adjudicados. Con eso muchos miles de fanegadas de tierras volvieron a ser realengas —de propiedad de la Corona—, y el presidente González las repartió entre los resguardos de los indios, notablemente reducidos en extensión desde la partida de su antecesor Venero, y los nuevos pobladores venidos de España.

González traía también —más horror— una reforma tributaria.

Ahí sí los viejos encomenderos se enfadaron en serio.

Se trataba simplemente de implantar, aquí como en todas las colonias de América, el viejo impuesto de la alcabala que se pagaba en España. Un tradicional impuesto a las ventas que allá era del diez por ciento y aquí iba a ser apenas del dos, pero al que se rehusaron amotinados los encomenderos de Tunja. Se negaban a pagar el impuesto, que no pagaban los indios, alegando estrambóticamente que estos se habían hecho ricos en sus resguardos mientras que ellos, los encomenderos, eran pobres. El presidente González no se comió el cuento, y los amotinados, carentes de un jefe carismático como había sido el ya difunto Adelantado Jiménez de Quesada, tuvieron que ceder para no ser declarados rebeldes al rey y sometidos por las armas. Menos aún lograron imponer su exigencia de acabar con los resguardos para que los indios, forzados por el hambre, volvieran a trabajar en sus estancias ganaderas y en sus minas. Pero el Gobierno, por su parte, los favoreció creando la ‘mita’ (una obligación de tradición indígena) para las minas y el ‘concierto’ para los campos: dos modos de trabajo forzado, pero asalariado, para una cuarta parte de los indios de cada resguardo.

Pero ido González de vuelta España al cabo de cinco años, cargado aquí con el odio de los oligarcas neogranadinos, resultó favorecido allá con el importante cargo de fiscal del Consejo de Indias.

Era lo habitual. Prácticamente todos los presidentes de la Audiencia de Santa Fé, que fueron veintinueve en casi dos siglos, salían del puesto sometidos a severísimos juicios de residencia y por lo general iban presos; pero a continuación eran absueltos y premiados en España. Por lo general antes de venir habían desempeñado con distinción altas funciones en México, en las Filipinas, en Cuba o en Italia o en la misma España: pero al llegar aquí, por alguna misteriosa razón, les llovían las acusaciones más tremendas por parte de los notables locales. Con una llamativa excepción: la de Juan de Borja, que gobernó casi veinte años y murió en Santa Fé tranquilamente sin haberse visto nunca envuelto en el menor escándalo ni llevado a ningún juicio. Privilegio asombroso que sin duda se debió al respeto reverencial que han mostrado siempre los oligarcas santafereños por los apellidos prestigiosos. El presidente Borja, en efecto, era nieto de San Francisco de Borja, duque de Gandía y tercer general de los jesuitas, y tataranieto de Alejandro VI, el famoso papa Borgia.

La corrupción y el progreso

A principios del siglo XVII, en los largos años de tranquilidad del gobierno del presidente Borja, empezaron a verse cambios e inclusive progresos en el estancado Nuevo Reino. Se hicieron caminos, mejoró la navegación fluvial por el Magdalena con la introducción de barcos de vela, creció la producción de las minas, aunque su explotación siguió siendo notablemente primitiva, como consecuencia de la importación masiva de esclavos negros para trabajar en ellas y en los trapiches de las estancias azucareras. Se fundaron ciudades y villas, más numerosas que en otras colonias americanas (con la excepción de Nueva España), a causa de las dificultades de la orografía con sus cordilleras casi infranqueables y sus ríos en ese entonces caudalosos. Y por eso mismo empezaron a dibujarse las particularidades locales: las zonas mineras —Antioquia, Popayán, Vélez— con poblaciones indias insumisas o aniquiladas por serlo se convirtieron en regiones racialmente divididas entre blancos y negros con reductos de indios bravos en las partes más inaccesibles; en el altiplano cundiboyacense de los antiguos y subyugados chibchas, Santa Fé, Tunja, el mestizaje fue volviéndose cada día más importante. Y en consecuencia, a la binaria estratificación racial de los primeros tiempos —blancos e indios— la sucedió una más compleja estratificación social: la élite blanca española, los criollos blancos, y las llamadas “castas” —mestizos, mulatos y zambos— que empezaron a mezclarse racial y socialmente con los blancos pobres: artesanos, tenderos, aparceros y medianeros de las haciendas, arrieros y sirvientes.

En las principales ciudades —Santa Fé, Popayán, Tunja— se fundaron colegios y universidades, y en esto jugó un gran papel la Compañía de Jesús, traída por el arzobispo Bartolomé Lobo Guerrero. Su intención al solicitar su venida era que los jesuitas ayudaran a morigerar la descomunal corrupción del clero neogranadino: pero chocaron con la oposición cerrada tanto del clero secular como de las demás órdenes religiosas y con el estamento de los encomenderos, que desconfiaban de su fama de protectores de los indios y los negros. Pero su ejemplo de pulcritud y de rigor frente a los frailes no sirvió de mucho: ni siquiera les dejaron asomar las narices en sus conventos, que siglo y medio más tarde horrorizarían a los científicos Jorge Juan y Antonio de Ulloa, autores de las famosas Noticias secretas de América, famosas por prohibidas por la censura eclesiástica. “Los conventos —escribirían en su relación al gobierno— están reducidos a públicos burdeles” y [en las poblaciones grandes] “pasan a ser teatro de abominaciones inauditas y execrables vicios”. Se piensa inevitablemente en las descripciones conventuales del marqués de Sade.

Empujados por la presión de las demás órdenes y de los grandes propietarios, los jesuitas tuvieron que retirarse a los distantes llanos de Casanare, donde no había encomiendas y los dispersos indios salvajes y belicosos vivían desnudos de la caza y la pesca, como antes de la Conquista. Instalaron allá sus polémicas “reducciones”: sembraron sementeras y construyeron pueblos, montaron hatos ganaderos y sembradíos de cacao, canela y vainilla para la exportación por el río Orinoco, telares y talleres y escuelas de música. Y fue uno de estos jesuitas, el padre José Gumilla, autor de El Orinoco Ilustrado, el primero que sembró matas de café en el Nuevo Reino de Granada. Hasta que fue expulsada de España y sus dominios por una pragmática del ilustrado rey Carlos III en l767, la Compañía se consagró particularmente a la educación, como era su costumbre. En Santa Fé fundaron el Colegio Mayor de San Bartolomé y la Universidad Javeriana, a los cuales se sumaron el Colegio del Rosario, del arzobispado, y el de Santo Tomás, de los dominicos; y los colegios jesuitas de Cartagena, Tunja, Honda, Pamplona y Popayán. Reservados todos ellos, por supuesto, a alumnos que pudieran probar su limpieza de sangre, no sólo en cuanto la religión de sus ancestros sino con respecto a la “mancha de la tierra” con que nacían ya, en cuna de inferioridad, los blancos americanos: los criollos.

El comercio empezaba a ser importante fuente de riqueza, como ya se dijo, y se concentraba en Cartagena y Santa Fé, Tunja y Popayán y, sobre la ruta vital del río Magdalena, en Mompox y Honda. Oro de exportación, como ya se dijo, y esclavos de importación. Éstos venían de África, en un principio a través de negreros portugueses: pero todo lo demás venía de España, al menos en teoría, pues la metrópoli se reservaba el monopolio del trato con sus colonias. En la práctica las mercancías, la llamada “ropa de Castilla”, se traían de contrabando de todos los países de Europa. Contrabando que fue, con la trata y las minas, el origen de todas las grandes fortunas de la época, y que practicaban sin asco hasta las más altas autoridades coloniales. No habiendo aquí sino una agricultura y ganadería de subsistencia y siendo inexistente la industria, todo venía de afuera, hasta los alimentos: las harinas, la carne en salazón, el pescado seco, el vino, el aceite. Siglos más tarde escribiría con añoranza el poeta cartagenero Luis Carlos López en un soneto a su ciudad nativa:

“… las carabelas
se fueron para siempre de tu rada:
¡ya no viene el aceite en botijuelas!”.

Porque gracias al cuasi monopolio del comercio de importación y exportación —y en particular a la trata negrera— Cartagena progresó hasta convertirse en uno de los principales puertos de las Indias, a la vez que Santa Marta se despoblaba y decaía y quedaba reducida al contrabando con los barcos piratas, que ya no encontraban en ella botín por el que valiera la pena asaltarla. Cartagena, en cambio, lo tenía todo: una encerrada y protegida bahía donde podía fondear entera la Flota de Indias, cuyos galeones zarpaban rumbo a Sevilla dos veces al año (Miguel de Cervantes, el futuro autor de El Quijote, solicitó sin suerte el apetecido cargo de la contaduría de galeras en el puerto); un floreciente mercado de esclavos, el más importante de América; y la cercanía a la arteria fluvial del Magdalena que llevaba al interior del país, con el cual muy pronto quedó comunicada por el canal del Dique que se construyó conectando ciénagas para ahorrarse y reducir en muchos días el trabajoso viaje por tierra o la dificultosa y peligrosa entrada al río por su turbulenta desembocadura de las Bocas de Ceniza.

Por cuenta de su riqueza, y siguiendo el destino habitual e inevitable de las ciudades portuarias, Cartagena ganó fama de ser “la plaza donde vienen a parar todos los excesos y pecados de Castilla”. Había en ella trece cárceles para presos comunes; y por añadidura fue creado un tribunal de la Santa Inquisición, que desde un espléndido palacio barroco de piedra tallada se dedicó a organizar espectaculares autos de fe contra esclavos negros acusados de brujería: es decir, de seguir rindiendo culto a sus dioses africanos. Pero la verdad es que en sus dos siglos de existencia la Inquisición cartagenera quemó en la hoguera a solo cinco personas: se ve que sus teólogos, sus familiares y sus alguaciles trabajaban más bien poco.

Con todo lo cual, evidentemente, la ciudad se convirtió en la presa más codiciada por los piratas de las islas del Caribe y los corsarios de las potencias enemigas de España. Por lo menos un ataque y saqueo de piratas —ingleses, franceses, holandeses— en cada generación sufrió Cartagena desde mediados del siglo XVI hasta finales del XVIII. Y hay que tener en cuenta que durante la mayor parte de esos siglos estuvo muy mediocremente defendida: las imponentes fortificaciones y murallas que se ven hoy fueron edificadas por el ingeniero militar Antonio de Arévalo entre l742 y 1798, cuando el Imperio español agonizaba.

Los Borbones

En el año 1700 se extingue la dinastía de los Austrias españoles a la muerte sin herederos directos de Carlos II el Hechizado: un enano fantasmal, caricatura trágica de rey, a quien al hacerle la autopsia los forenses le encontraron la cabeza llena de agua. Lo sucedió su sobrino Felipe de Anjou, nieto del rey Luis XIV de Francia: y se desató la Guerra de Sucesión Española, en la que tomaron parte todas las potencias de la época y en la que España perdió todas sus posesiones europeas. Con la instalación de la nueva dinastía de los Borbones la política de la Corona cambió por completo, y para empezar fueron abandonadas (aunque “discretamente”: sin ser formalmente abolidas) las famosas Leyes de Indias de los monarcas Carlos y Felipes, que apenas veinte años antes habían sido recogidas en una monumental Recopilación. Leyes que mostraban cómo desde la misma Conquista los propósitos de la Corona española habían chocado con los intereses de sus colonos: desde Colón. Caso posiblemente único en la historia de las colonizaciones. El historiador Indalecio Liévano Aguirre no oculta su entusiasmo por esas leyes justas y admirables de la Recopilación de l681:

“Código —escribe en su obra Los grandes conflictos…— que constituye una de las mayores hazañas del espíritu de justicia y de la inteligencia humana y que, con sobrados motivos, le ha ganado a España un sitio eminente en la historia universal”.

Código que, sin embargo, tenía un defecto práctico: el de que sus leyes justas y admirables no se cumplieron nunca.

(Es un defecto que, como sin duda habrá observado el lector, ha seguido caracterizando desde entonces todas las constituciones y leyes de lo que hoy se llama Colombia en honor del ya mencionado descubridor, conquistador y colonizador Colón).

Con la llegada de los Borbones desaparecieron las precauciones legalistas y las pretensiones éticas, de respeto por los fueros y de “federalismo” de la múltiple Monarquía Hispánica. Se disolvió el vigilante Consejo de Indias, reducido a cuerpo consultivo y sustituído en sus funciones por el Ministerio de Marina, calcando el modelo administrativo francés, centralista y absolutista. El manejo de la economía de las colonias fue entregado en arriendo a grandes compañías privadas españolas —la de las Filipinas en Asia, la Guipuzcoana en América— o extranjeras: el asiento (monopolio) de la trata de esclavos negros fue adjudicado a una compañía francesa, la Compagnie de Guinée, en la que tenía intereses Luis XIV, el abuelo del nuevo rey de España Felipe V. Porque más que el progreso de los colonizados o aun de los colonizadores, a la nueva corte de Madrid le interesaba colmar rápidamente el gigantesco agujero fiscal que le había dejado a la Corona la costosa Guerra de Sucesión, que en España misma se había doblado de una guerra civil entre las regiones “borbónicas” partidarias de Felipe (la Corona de Castilla) y las “austracistas” de su rival el archiduque Carlos de Austria, hijo del emperador Leopoldo: la Corona de Aragón, Cataluña y Valencia. Una guerra civil que trescientos años más tarde sigue teniendo consecuencias, como es el independentismo catalán de hoy.

Al mismo tiempo la Real Audiencia del Nuevo Reino fue elevada a la categoría de Virreinato, y nombrado virrey Jorge de Villalonga, con instrucciones precisas de acabar con la corrupción. Su administración fue la más desaforadamente corrupta que se había visto hasta entonces. Se vio entonces que el país era demasiado pobre para pagarse el carísimo lujo de un virrey y su amplia cola de cortesanos vestidos a la francesa, como pájaros del paraíso: secretarios, gentilhombres de cámara, pajes, caballerizos, cocineros, reposteros, cocheros y lacayos. Y se volvió al sistema antiguo hasta que el estallido de la Guerra del Asiento con Inglaterra aconsejó revivir el Virreinato en 1740. A su cabeza fue nombrado Sebastián de Eslava, un militar de carrera escogido para “recuperar los desmayados ánimos de aquellos vasallos”. Eslava no subió a Santa Fé sino que se quedó en Cartagena reforzando los baluartes y las murallas como preparación para el previsible ataque de los ingleses, que efectivamente se presentaron ante la bahía pocos meses más tarde, en marzo de 1741, con todos los fierros.

El almirante Edward Vernon, comandante en jefe de las fuerzas navales inglesas en las Indias Occidentales, llegó a la cabeza de la mayor flota reunida en Occidente desde la batalla de Lepanto contra los turcos, setenta años antes. Eran 186 buques, dos mil cañones, 26.600 hombres (incluyendo dos mil esclavos macheteros de Jamaica, desde donde zarpó la flota, y cuatro mil voluntarios de la colonia inglesa de Virginia, en América del Norte). Por comparación, la Armada Invencible española que en 1588 trató de invadir las islas británicas constaba de 127 buques; y la contraarmada inglesa comandada por Francis Drake que el año siguiente puso sitio a Lisboa, de 170 buques y 26.000 hombres, de los cuales se perdieron las dos terceras partes.

Frente a la escuadra de Vernon, el virrey Eslava y su comandante general de la ciudad, el almirante Blas de Lezo —el llamado “medio hombre”: manco, cojo y tuerto— podían oponer seis barcos y 3.600 hombres, incluyendo 600 indios flecheros. Y las fortificaciones de Cartagena, que aunque no tan robustas como lo serían cuarenta años más tarde (cuando a nadie se le ocurrió atacarlas) contaban con varios baluartes, baterías y castillos fuertes. Y el clima, que sería letal para las tropas de desembarco: miles murieron de disentería y fiebre amarilla (el temido “vómito negro”) al atravesar la selva para intentar tomar la ciudad por la espalda.

El asedio duró tres meses, del 13 de marzo al 20 de mayo, con la ciudad y sus defensas sometidas a un incesante cañoneo de la flota inglesa. Los defensores, tras hundir varios de sus barcos para cerrar la entrada de la bahía, abandonaron las defensas de la vanguardia y se retiraron al poderoso castillo de San Felipe de Barajas, que fue asediado por la infantería. La batalla se dio ante sus murallas y en sus fosos, mandados a excavar por Blas de Lezo en las semanas anteriores: cañones, armas blancas, piedras, mosquetería, cargas a la bayoneta. Los ingleses de Vernon, que ya había mandado acuñar en Londres medallas conmemorativas de su victoria, terminaron por retirarse a sus barcos, dejando en el campo más de ocho mil muertos y abandonando las 1.500 piezas de artillería que habían desembarcado para atacar la fortaleza: en sus más de doscientos años de existencia Cartagena nunca había visto tantos cañones juntos.

Fue la más grave derrota de la Royal Navy en toda su historia, y la última gran victoria militar del Imperio español, que iba ya irremediablemente cuesta abajo.

Como un anuncio de lo que todavía estaba por venir, el comandante de los voluntarios de Virginia que venían con la flota inglesa se llamaba Lawrence Washington. Era el hermano mayor de George, quien medio siglo más tarde iba a ser el primer presidente de los Estados Unidos.