Retrato con música de organillo

  Había dicho al contemplar su retrato:
  Esta es la mujer de la mano desatada en el aire,
la que tiene la nariz sombreada de estrellas,
la que mira con ojos húmedos de animal;
aquella cuya sonrisa está fija en los sueños
como si el rostro se hubiera borrado
y los labios estuvieran quietos sobre una máscara.

  
 

Su mano en el retrato era lirio del viento
naufragando en el vacío, buscando el sol distante,
moviéndose en un solo tiempo, inmóvil en cada giro,
y como si ese viento trajese el olor de la tierra,
la fruta de su país, el licor de vegetal embriaguez
y hasta la sombra de la palmera con sus remansos azules.

 
 

Triste habitante de su imagen.
Lejana, fría, mineral, con un pie en la muerte.
Si al menos un día se animase con su sombra de árbol
y comenzara a caminar con pasos mecánicos,
con un andar oxidado que llega de los desvanes
y hace que se oiga una débil musiquilla de organillo.

 
 

Ah, el organillo era el cantor del barrio,
el húmedo ruiseñor del amanecer.
Cuando la noche había muerto con su luna aterida
en la sorda entraña de las botellas;
cuando nacen auroras boreales en el vidrio de las copas;
cuando todos los cristales están empañados por los besos;
cuando herían sus senos mi costado
como frías flores de sal o estrellas de hielo.

 
 

Al amanecer el organillo despertaba cien pájaros
que volaban sobre tu cabeza trinando una vieja canción,
una antigua y triste canción que hace bailar el alma de los perros
al son del hambre, atados a la luna.

  
 

El organillo era el alegre huésped de la esquina,
cuando tus brazos me salvaban del naufragio
en ese corto viaje a orillas de tu sangre.

 
 

Aquella melodía madrugaba en el corazón de los mendigos
y hacía que tus lágrimas bañaran la música:
entonces parecías más delgada,
como si fueras a subir al cielo de mi angustia
sobre una estrella tan rápida como un suspiro.


 
 
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