Presentación: contra el olvido…
María Mercedes Jaramillo / Betty Osorio


Esta antología es una continuación de Las desobedientes. Mujeres de “Nuestra América” (1997 y 2018), trabajo en el que se hizo evidente la enorme contribución de las mujeres en todos los ámbitos de la producción cultural; sin embargo, en esta ocasión no tuvimos la oportunidad de destacar las vidas ni las obras de mujeres afrodescendientes; y en el 2011, en Las hijas del Muntu. Biografías críticas de mujeres afrodescendientes de América Latina, María Mercedes Jaramillo y Lucía Ortiz mostraron su enorme aporte cultural, económico, político y social al continente latinoamericano1 . En el presente volumen compilamos la obra poética de mujeres afrodescendientes de América Latina como una muestra de su gran contribución a la cultura oral y escrita en lengua española; la referencia a la voz señala otras formas de circulación oral que llega directamente a públicos amplios sin pasar por el filtro de la cultura académica letrada. Muchos de los poemas compilados se refieren a la experiencia vital de los afrodescendientes y reflejan la cultura, los valores y la experiencia vital y única de sus comunidades. Recientemente en los Estados Unidos a raíz de la muerte de la premio Nobel, Toni Morrison (1931-2019), una de sus lectoras, Jesmyn Ward, describía el impacto que ella tuvo al leer la obra de Morrison pues por primera vez se vio ella y su comunidad representadas en una obra de ficción: “Ella regresaba a nosotros una y otra vez, escribía libro tras libro para nosotros, sobre nosotros”2 . Este agradecimiento y emoción demuestran la importancia de la representación al verse reflejados en la literatura y en el arte en general, pues son protagonistas y agonistas de los relatos; esta es una experiencia que realmente se hizo más evidente a finales del siglo XX.

Esta antología muestra los obstáculos formidables que las poetas enfrentaron para ser reconocidas como artistas y con frecuencia activistas del movimiento afro en sus respectivos países. Varios ensayos muestran cómo, ya desde el siglo XIX, algunas mujeres afrodescendientes estaban escribiendo e incluso publicando, como es el caso de la dominicana Salomé Ureña (1850-1897) o de la argentina Ida Edelvira Rodríguez (1860-?). Durante la primera mitad del siglo XX, en México, las Antillas, los países andinos y en los del cono sur aparecen textos poéticos escritos por mujeres negras, pero eran poco conocidos y raramente incluidos en las historias oficiales de la literatura. Sin embargo, desde mediados del siglo XX, las voces y los textos de las mujeres afro-hispanoamericanas empiezan a tener impacto y a ser reconocidas tanto en su entorno como internacionalmente. A pesar de ello, la academia, las revistas y el sector editorial, van tomar en cuenta esta producción solo en las dos últimas décadas del siglo XX3 . Sus temas y sus universos poéticos son un claro testimonio de la diversidad cultural de la región, y por ello transforman considerablemente la tradición literaria y artística de sus respectivas sociedades. Sus obras poéticas exhiben las vivencias de la diáspora en textos que restablecen continuidades, rescatan la memoria de un origen común, e igualmente se tornan en documentos de denuncia abierta de la esclavitud, la discriminación y el racismo, con sus actuales secuelas nefastas. Estas marcas indelebles afloran en los versos, en el vocabulario y en los ritmos, pues esas experiencias compartidas han trazado un destino contra el cual han luchado desde su arribo a las Américas. En haikus, alabaos, canciones de cuna, cantos de despedida y de retorno, poemas de amor o de alabanza a la patria, e incluso en el pregón callejero, estas autoras descubren nuevos significados para sus territorios; así mismo la vida, el amor y la muerte, como experiencias trascedentes, son articuladas a los sistemas epistemológicos de las sociedades locales.

Los versos celebran la herencia africana, el orgullo de ser mujeres negras, el apego al territorio, la familia y los ancestros, pero también denuncian los abusos, la pobreza y los dilemas de la vida cotidiana. Este extenso y polifónico coro de voces recrea la experiencia vital en los diferentes países y reflejan los anhelos y las frustraciones de comunidades que con su trabajo construyeron la riqueza de las naciones donde fueron vendidos como mercancía.

Las voces de las poetas seleccionadas en este volumen evidencian su acceso al trabajo remunerado, a la educación y a la participación política como frutos que han conquistado los movimientos sociales de los afrodescendientes, tras duras luchas por los derechos civiles. Un ejemplo destacado es el de la activista argentina Lucía Dominga Molina Sandez, quien se considera como una militante de la negritud, pues el racismo institucional de la nación argentina admira lo blanco europeo, y se necesita una profunda convicción y osadía para denunciarlo y rechazarlo.

Sin embargo, a pesar del innegable avance logrado en las últimas décadas, el racismo y la discriminación siguen tristemente vigentes e impiden una plena participación en las esferas políticas, económicas, culturales y sociales, razón por la cual la Asamblea General de la ONU proclamó el periodo entre 2015 y 2024 como el Decenio Internacional para los afrodescendientes con la resolución 68/237 y proclama la necesidad de “fortalecer la cooperación nacional, regional e internacional en relación con el pleno disfrute de los derechos económicos, sociales, culturales, civiles y políticos de las personas de ascendencia africana, y su plena e igualitaria participación en todos los aspectos de la sociedad”4 .

Al unir las voces de estas poetas, el lector descubre cómo sus experiencias individuales y colectivas son actos poderosos del lenguaje que retan la historia oficial en la cual es invisible el aporte de los afrodescendientes. Salomé Ureña, debido a presiones familiares y sociales, tiene que velar su origen étnico; pero hace un ejercicio de resistencia al evocar a Quisqueya, nombre taíno de la Isla Española, como un paraíso antes de la llegada de los Conquistadores: “Región encantadora, / vergel de los amores / que guarda los primores / del primitivo edén”. Georgina Herrera, orgullosa de su ancestro, considera a África como ese “locus amoenus”: “Cuando yo te mencione / o siempre que seas nombrada en mi presencia / será para elogiarte”. Para evitar el desarraigo, el territorio local, evocado en el canto, se convierte en la clave del proceso de retorno emprendido por los desplazados de la violencia en Colombia, como lo hace Deyanira Mosquera, en “Óyeme Chocó”, región con una gran población afrodescendiente.

Debido a las transformaciones culturales que trajo la Revolución cubana, las mujeres negras van a escribir con orgullo sobre sus orígenes afro y denuncian la situación de pobreza extrema vivida durante su infancia. Herrera también describe “La pobreza ancestral” de su familia: “Pobrecitos que éramos en casa. / Tanto / que nunca hubo para retratos; / los rostros y sucesos familiares / se perpetuaron en conversaciones”. La argentina Matilde Ezeiza encuentra en su profesión de payadora la redención a los dilemas de la existencia: “Yo soy la inculta poetisa / hija de estos patrios lares, / la que cubre sus pesares / con una amable sonrisa”. En su poema, “Pregón de Marimorena”, la uruguaya Virginia Brindis de Salas reivindica la participación de las mujeres negras en la producción y circulación de la cultura: “Qué saben los ‘redactores’ / cómo se vende un diario, / políticos o ‘doctores’ / después del abecedario?”.

Los artículos muestran cómo las mujeres negras van forjando decididamente un proceso paulatino de empoderamiento que implica avances económicos y políticos importantes para transformar el campo cultural; estas nuevas circunstancias les permiten viajar y ampliar sus horizontes de expectativas. La colombiana Elcina Valencia, cuyos retratos y viajes son ya un bien alcanzable, afirma que: “he viajado también en las carteras / de quien guarda mi retrato con nostalgia”. Y es en los viajes donde la dominicana Luisa Angélica Sherezada (Chiqui) Vicioso se reencuentra con rostros familiares: “En Cuba, Brasil y Guinea-Bissau / Reencontré a mis madres / Tengo de ellas la rebeldía del pelo / Y el difuso color / De la arena sin playas”. La jamaiquina-costarricense Shirley Campbell Barr, viaja junto con su familia a Zimbabue, y durante dos años entra en contacto con los orígenes ancestrales de su grupo. Esta experiencia la comenta de la siguiente manera: “Fue maravilloso vivir en un ambiente en el que no había necesidad de justificarnos a nosotros mismos o defendernos por ser diferentes” (DeCosta-Willis 414)5 .

Varios ensayos indican que el proceso de construir una voz poética variopinta ha ido creciendo desde lo regional hasta el ámbito internacional, pero sin borrar el referente de las historias locales, por tanto, se produce un diálogo polifónico cuyos referentes son dinámicos: África, Europa, los Estados Unidos y diferentes experiencias afro-americanas, tanto coloniales como postcoloniales. África, con el transcurso de los años, se convierte en un lugar de evocación y de reencuentro de tradiciones que cada vez se hacen más asequibles por la influencia de la globalización y de los medios. El viaje a África para algunas autoras como Shirley Campbell Barr es un reencuentro que restaura el colapso étnico y cultural producido por el tráfico de esclavos. Chiqui Vicioso vivió una larga temporada en Guinea-Bissau y allí fortaleció su identidad de origen africano. Pero otras autoras reclaman una identidad compleja donde convergen tradiciones culturales imprevistas, como ocurre con la peruana Lucía Felicita Charún-Illescas que escribe en Alemania sus poemas sobre los afroperuanos de su país. La poeta Delia McDonald nutre su poesía en una doble vertiente cultural panameña y costarricense. Las poetas garífunas poseen una tradición cultural multinacional que convierte su escritura en un espacio de encuentros lingüísticos y simbólicos que conforman una identidad fluida. La puertorriqueña Mayra Santos-Febres es una figura internacional que además usa su blog, Lugarmania, para que sus ideas lleguen a audiencias muy amplias. Chiqui Vicioso escribe algunos de sus poemarios en tres lenguas y reclama una identidad compleja que designa con el término “Dominicanyorkness”. La cubana Nancy Morejón ha sido traducida a lenguas como macedonio, búlgaro, griego, sueco y japonés.

La impronta americana y la presencia masiva de los afrodescendientes en el continente es una constante en las obras de las poetas, pues ellos han contribuido a la formación y creación de culturas heterogéneas, con componentes de diverso origen africano, europeo e indígena. Su producción poética forma un contra-discurso que busca erradicar los prejuicios que disminuyen su huella en las Américas y conquistar un espacio simétrico en la sociedad para compartirlo con los otros habitantes del continente, por ello los contextos históricos de toda esta producción permiten comprender el reto político implícito en estas voces. La uruguaya Cristina Rodríguez Cabral plantea la necesidad de hacerse visibles: “Tal vez, tan solo / a contar esta historia / he llegado yo al mundo, / en este tiempo / y derribando fronteras; / desde el lado sur del continente / donde las sombras se extienden / pretendiendo invisibilizar / nuestra presencia”. Elcina Valencia canta y danza con diversos ritmos e instrumentos que muestran su múltiple abolengo: “Soy América… / América teñida de ancestros / soy bunde, soy currulao / mackerule y abozao / contradanza, / soy bambuco / cumbia, andarele y pango / bullerengue y mapalé; / soy puya y patacoré; / soy alabao y chigualo, / soy marimba, guasá y tambor… / juga, juego, juga, arrullo, arrullá… / caramba, caramba y caracumbé / y la ‘bámbara negra yo no los sé’ / pero bailando aprenderé”. Virginia Brindis de Salas con júbilo exclama: “¡Aleluya! / Pueblo americano / yo soy tuya, / nací en ti / pues por ti voy / y digo así: / ¡Aleluya!”. La poeta garífuna Nora Murillo declara: “Cuando vuelvo los ojos / y me redescubro entre manos negras, blancas, indias / reconozco mi rostro / uno más del caribe que no pierde su memoria…”. O como Delia McDonald quien describe a sus ancestros: “Ante el tiempo / Mis antepasados muestran lanzas, / Caras pintadas de tierra / Y olvido, / Puños de miseria… / Me miran / Y solo percibo / Que mi piel / No es la misma: / ¡Yo soy América! / Y ellos ya no tienen patria”. Los poemas de la cubana Caridad Atencio forman un contrapunto con las voces anteriores, pues aluden a la asfixia causada por el desmoronamiento de la utopía socialista en las dos últimas décadas del siglo XX, así lo expresa el siguiente verso: “Aquí todo es estrecho, / mercadería y circo para el recién llegado”, donde expone la desilusión de las promesas revolucionarias.

Otras autoras, al reflexionar sobre el pasado de sus ancestros, denuncian los oprobios sufridos en la diáspora, experiencias que percibe la ecuatoriana Luz Argentina Chiriboga en su propio cuerpo: “Hundo los ojos, / desdoblo la historia, / me percato de lo que llevo / encima de mis huesos / y de que soy / el eco de un eco del destierro”. La cubana Nancy Morejón alaba a la mujer negra en un poema de tono épico que resume el periplo americano: “Acaso no he olvidado ni mi costa perdida, ni mi lengua ancestral. / Me dejaron aquí y aquí he vivido. / Y porque trabajé como una bestia, / aquí volví a nacer”. Julia de Burgos al evocar el destino de su abuelo siente tristeza, pero a la vez, con razón y dignidad, prefiere su historial: “Dícenme que mi abuelo fue el esclavo / Por quien el amo dio treinta monedas. / Ay, ay, ay, que el esclavo fue mi abuelo / Es mi pena, es mi pena. / Si hubiera sido el amo, / Sería mi vergüenza”. Estas poetas con sus versos afirman los derechos inalienables que tienen como habitantes de esta región a la que ya pertenecen por derecho propio, a pesar de que su experiencia americana ha estado marcada por la desigualdad social, política y económica basada en el racismo. Situación que resume el verso de Carmen Verde Arocha: “He recibido orejas y miedos”.

El color de piel que ha sido objeto de repudio, ahora es objeto de alabanza. Shirley Campbell Barr canta orgullosa la belleza de su raza: “Porque me acepto / rotundamente libre / rotundamente negra / rotundamente Hermosa”. La palabra negra que como insulto agredió a Victoria Santa Cruz en su infancia, luego fue asumida en su obra poética como un don divino: “Y bendigo al cielo / porque quiso Dios que negro azabache fuese mi color”. Actitud que es cada vez más común en las comunidades afrodescendientes, pues ya se denuncian incluso a los miembros de la propia familia que se avergüenzan de la piel negra o del pelo rizado como lo hace Marianela Medrano: “La abuela no quería una niña morena / De pelo crespo burlando la raza / La abuela no quería otra niña morena / Otra marca incrustada en la estirpe / Otro pelo sediento de vaselina”, y corrige enfáticamente a su abuela de ojos azules, afirmando que ella no es “trigueña” sino “negra” como tampoco “muñeca” sino “mujer”, dueña de su cuerpo y su destino. Lucía Dominga Molina Sandez denuncia el inútil blanqueamiento que ha intentado borrar los rasgos africanos: “Pero… dicen que África sigue al negro a donde vaya. / Mamá África se rehace, / en cada célula y se reproduce para no morir. / Así, generaciones tras generaciones, / denotan su paso, /a pesar del blanqueamiento”.

Esta multiplicidad étnica constituye una innegable fortaleza para todo el continente. La dominicana-neoyorkina Josefina Báez celebra esta fiesta multiétnica, al describir la sala de espera de una oficina de transporte en Harlem: “Hoy, hay / muchas personas. Se escuchan / diferentes idiomas. Y somos todos de / colores. De variados colores, como los / pajaritos que vienen de afuera”. En muchos poemarios resuenan otras lenguas como el garífuna, los creole de las Antillas, el palenquero de la costa atlántica de Colombia, el inglés jamaquino, y el inglés de los puertorriqueños y dominicanos en Nueva York. También es frecuente la evocación de nombres de deidades, de topónimos y nombres de grupos étnicos provenientes de diferentes lenguas africanas y de palabras forjadas en la vida diaria de la esclavitud que amalgamó lenguas y tradiciones. La obra poética de la colombiana María Teresa Ramírez usa el palenquero como una lengua que se resiste al blanqueamiento impuesto por la gramática y los procesos de dominación cultural relacionados con la enseñanza del español. Según ella: “El Palenquero, [es] lenguaje amalgamado de historias, de lenguas, de pieles, el palenquero es un legado vivo de una historia que ha tardado, oculta entre la selva, siglos en contarse, una lengua que conserva los firmes pasos de Benkos Biojó, y sus cimarrones…”.

Las abuelas negras son los pilares de la familia, los seres memoriosos que guardan las tradiciones y las trasmiten a las nuevas generaciones; María Teresa Ramírez evoca a la abuela con un oxímoron: “Camina para adelante, / sus huellas van hacia atrás”, que no solo describe su habilidad narrativa, sino que implica el retorno al origen y a la cultura ancestral. Los remedios caseros y la medicina tradicional utilizada por los abuelos son recreados en la obra de Excilia Saldaña: “Cuando yo era niña —decía mi abuela— vivía Tata Cuñengue en un varaentierra. Tata Cuñengue, Tata Cuñé, dueño del monte que nadie ve. Verdolaga, Romerillo, Palociego, Vencedor, Jalajala, Lirio del Río, Siempreviva, Girasol, Pasiflora, Serpentina, Cola de Ratón. Cada hierba le ofrecía, por la noche su esplendor…”. La puertorriqueña Yolanda Arroyo reta tanto las ideologías racistas como patriarcales, pues defiende el derecho a ser una negra lesbiana como lo presenta en su poema “Carne negra”: “oler carne negra sangre negra / morder negrura / pellizcar negros cachetes / trastear tus negras nalgas / recordar a mami ennegrecida / oscurantizada / tiznada de carbones briosos”.

Marta Quiñónez de forma concisa y certera representa la miseria que padecen los inocentes, que no son sólo niños afrodescendientes, sus poemas se solidarizan con los pobres de la tierra y el poema se universaliza: “Arde dios / en los cielos / un niño / llora su infierno”. De esta forma las poetas van uniendo sus voces para compartir su visión de mundo y sus expectativas de un futuro mejor para todos. Con frecuencia el reclamo político es enfático y exhorta al cambio donde el reconocimiento y respeto por la diversidad del otro sea una premisa indiscutible para construir democracias incluyentes y participativas.

Las poéticas en la que modelan sus vivencias como mujeres, sus experiencias como activistas y el difícil proceso para consolidarse como gestoras de la cultura, poseen rasgos híbridos que aluden tanto al ámbito cotidiano como al transcurrir histórico. De esta manera, la producción artística de estas autoras afrodescendientes ofrece un horizonte intelectual y estético que rebasa los modelos eurocéntricos y constituye un ejercicio poderoso de descolonización de la memoria colectiva e individual, y por ello participan en la construcción de movimientos sociales que forjan el futuro.