Viñeta para ilustrar una elegía
Se habla de la mujer cantada por Eduardo Castillo
María, señora de mis pensamientos
que añoras y sueñas en tierra lejana.
Eduardo Castillo
I
Los brazos entre olanes, sonreídos.
La estela de su voz llena de abejas.
Su sangre de amapolas circulantes.
Y la hoja perfecta de la frente
levemente curvada por el sueño
como el pecho de un ave cuando canta.
La sombra de sus manos que el rocío
confunde siempre con las azaleas.
Sus manos como un cuento de neblina.
Sus manos que recuerdan a los hombres
una música hundida en la memoria
hace mil dinastías de ruiseñores.
Su boca como un beso detenido.
Como decir alondras y dulzura
y flotar sobre el prado del delirio.
Su risa de cristales incendiados
corriendo de la mano con las fuentes.
Su risa como un velo desceñido.
Y sus hombros de luna deslizada.
Su paso con cintura de violetas.
Y su manera de inclinar la frente
como jazmín vencido por su aroma,
como lirio embriagado de pureza
cuando la tarde piensa las estrellas.
Su cuerpo de fluyentes ademanes
por donde fluye la armonía del alma.
Su presencia indecible de rosales,
de palomas dormidas, y tan bella
como sentirse enamorado cuando
suenan violines en la lejanía.
Y su mirada de brillante aroma.
Su palabra de musgo y de tibieza
en donde parpadean margaritas.
Y su cuello de espuma en equilibrio.
Y su pelo trenzado por el alba
en dos partido, suspirosamente.
II
Vivía en el extremo del recuerdo,
en ciudad perfumada de silencio.
Las flores escalaban su cabeza
y, por la tarde, las enredaderas
alzaban su pregunta florecida
preguntando a la reja por su nombre.
Tú la viste, Maestro. Fue tocando
el piano de concierto de los ángeles?
O tras la ojiva de la nueva-luna?
O en el regreso de una golondrina?
O tras el abanico de los cielos
estrellado de síes indecisos?
Tú la cantaste con tu voz, Maestro,
tan antigua y tan dulce como el beso,
con tu voz que tenía en los luceros
su raíz y la cima en tu palabra;
cantando la llevaste entre tu voz
bajel-insignia de la poesía.
Y fuiste como un Robinson Crusoe
que tuviera su isla entre los labios,
isla de música donde ella era
tu voz, llena de arpas, que yo canto:
de pie y dorada como la mañana,
blanca y de pie como una lluvia blanca,
de pie y azul como un celeste pino.
Mas si hubieras estado en su presencia
de nácares humanos y de cálidas
respuestas a la sangre interrogante,
tú, Maestro, con voz educadora
de azucenas, los ojos cerrarías
para que ella siguiera siendo sueño.
Y la amaras con tal pureza pura,
como ahora, Maestro, que estás muerto.
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