Biografía de su voz

Dijiste: «Yo he caído hasta ti, desde arriba»,
desde donde el geranio da su sangre a la luna,
desde donde han cantado dulces lenguas de agua.
Hasta mí; hasta mi pecho abierto en dos jacintos;
hasta mi pecho, cumbre de yerma certidumbre,
hasta mí; hasta este límite del hombre desolado.


Esa vendría a ser la prueba de que existes,
a mí ceñida como largo brazo de viento,
pegada al pecho mío como vela marina.
Ese vendría a ser tu mejor testimonio,
el encuentro buscado, su mágico destino,
viajando desde arriba, por escalas de música.
Oh, desterrada azul de tu país de sueño,
descendida al infierno, sin alas, ni motores
como un ángel sin peso arrastrando un suspiro
con el cabello al aire para tomar impulso.

 

Habría podido estar largos instantes mudo
mientras tus ojos hacen la luz diaria y aceptas
que mis manos descubran la línea de tu cuello
que va marcando el fino contorno de las voces.

 

También habrían de estar en silencio los árboles,
y la estrella en el árbol como un pájaro quieto
y el agua donde cruza la sombra de los pájaros.
Yo iría dando tumbos, rico de tu silencio,
de tu existir callado, de tu sangre caliente
en la floresta verde de tu cuerpo sin sombra,
en el cauce de pura claridad de tu rostro,
en los ríos que son tus dos piernas fluyendo,
en los lazos de trébol que son tus manos juntas
y hasta en la encrucijada de gritos de tu hijo.


Ahora estás ahí descendida a la tierra
verde en mi poema, en la floresta donde
tu sombra es el caballo de crines de violeta.
Estás aquí, cercana, próxima por el sueño
que rodea tu rostro de lumbre de botellas.


Bastaría una sonrisa, un gesto, un débil grito,
para que ya estuvieras militando en mi sangre,
y toda en mi esparcida hasta mis propios huesos.

No romperemos nunca este misterio, el mágico
destierro. Aquella casa donde estás ahora abriendo
con tu mirada, espejos muertos en los rincones
como un invierno gris que va por las paredes.
Estás ahí, entre arcones con ropas aromadas,
entre silletas viejas con espaldas de arpa
y retratos antiguos de tristes caballeros
mirando hacia el paisaje de árboles disecados.


Esa guitarra antigua que cuelga sobre el muro
con una telaraña de música en la boca
es la única alusión a tu cuerpo desnudo.
La casa es ancha, llena de tristes resonancias,
de ecos que van cayendo al fondo de jarrones
en cuya noche líquida alguna estrella luce.
Yo te miro al través de una ventana abierta
y veo en un espejo tu busto degollado
y tu traje en un giro de danza ya olvidada.


He cometido un crimen. Aquí están estas manos!
Y ella en su cuarto vive sin rostro, ni cabellos
con un golpe de luz cortando su garganta,
como un ángel que fuese arrastrado a la tierra.


Cerrad esa ventana. Cegad aquel espejo.
Devolvédmela ya, moviéndose en el aire
con un giro de danza apenas comenzada,
con las manos de dulces racimos musicales
y que repita al fin el nombre convenido
para que el corazón la reconozca siempre.


Dijo con simple voz, fría de luna y vidrio:
«Darío va derecho al lugar deseado».
Ahí, en esas palabras reconocí su acento
que iba cortando lágrimas vecinas al suspiro.
En el instante de esas palabras, su gemido
se despeñaba solo, directo, hacia mi sangre,
y hasta el beso de sal que había entre sus labios
estaba congelado por el aliento mío.


Qué palabras seguidas de un silencio tan puro,
cómo me iba su música dirigiendo hacia ella,
buscando por los muros las puertas y ventanas.
Habría oído esas palabras antes de que existieran
y me estaban brotando agudas como lanzas
y de su propia herida vivía tan humilde.
Era verdad todo esto. Verdad cuya figura
pudo expresarse alguna vez tan inesperada
como la breve flor que sepulta un zapato.


No podría entender la angustia de esa voz
sino quien pudo oír su acento tan distinto,
esas sílabas lentas, como si recordaran
el sofocado grito que puede oírse un día
tras las puertas cerradas sin aire ni bujías.


Por eso, solamente porque su voz estaba
derramando su música por mi extenso vacío,
iba tras de su huella escuchando mis pasos
de calle sin esquina y adoquines iguales.


Los días se dispersan por largas carrileras iguales
como trenes que marchan sin destino
arrastrados por vientos, sin saber desde dónde.
No podría detener su curso, su corriente,
su exactitud hambrienta de espacios y estaciones.
Ay, desastre del tiempo. Ay, ruina sin ventura
que va talando árboles en el corazón mismo,
y haciéndote remota como detrás de un muro.
Estoy aquí, los brazos en alto, hacia la vida
rescatándote al lento naufragio sin medida.


 
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