De regreso de la muerte

  A Carlos Martín
 


 

- I -

 

  No era sombra goteando sobre el párpado.
  No era silencio alzándose del labio.
Era luz y sonido golpeando
oído y corazón. Sangre clamando
como árbol de raíces desterradas
a la luz meridiana, como árbol
con sus hojas y nidos sepultados.
(El rostro de Dios se iba acercando).


 

No era la noche de doradas cumbres.
Sí el día azul y fértil que produce
la leve arquitectura de la rosa,
el pan y el dulce trino de la alondra.
El día azul y fértil, era el día
—alto y firme lo mismo que la espiga—.


 

«Has de cerrar los ojos, tierra estéril,
y abrir a otra luz que te conviene.
No más, ya nunca más, verás la rosa
ni escucharás el trino de la alondra.
Y otoño, invierno, estío y primavera,
volverán y ya no tendrás tú venas
con qué sentir ni que un deseo pulse.
No anhelarás partir como la nube
cuando el día disuelve su diamante
en la noche». Decía así la sangre
batida como un mar por brisas suaves.


 

Las obscuras arterias, anegadas
fueron de Dios por la marea clara
de sus ojos —zafiro diluido—:
más azules que el alma del estío.
¿Dónde ahora la sangre turbulenta
que amó y odió, ya dulce y ora fiera,
que edificó ciudades para el sueño,
efímeras ciudades de deseo?
Se derrumbaron estas, arrasadas:
no quedó ni el lugar de una palabra.
Pétreas, albas ciudades de silencio
se alzaron. Como un cuervo huyó el deseo
y sólo quedó sitio para el alma.


 

- II -

 

¿De qué trémula linde
retorno, el corazón maravillado?
¿Qué boscajes ilímites me dieron
la fresca miel de sus rumores blandos?
¿Qué pájaros quebraron en mi oído
sus divinos cristales encantados?


 

—¿Viajero, de dónde vienes
que así sonríes callado?
¿Qué canción escucharon tus oídos,
qué fruto gustaron tus labios?


 

¡Ah, que no era el reinado de la larva
obscuro, yerto y hórrido! ¡Que no era
el negro paraíso del gusano,
sino una deleitosa primavera!

 
 

Libre de ceño adusto y descarnada
sonrisa horrible, era la muerte
bella como la esposa deseada
que a una pasión más pura nos convierte.


 

No ceñía sus sienes un anillo
de serpientes, ni tenían sus manos
un color de marfiles amarillos.
¡Róseos eran los cuencos de sus manos!


 

Ceñíala guirnalda de raíces
verdes, pues de ella nacen las florestas
y alimenta los frágiles países
de las hojas, da son a sus orquestas.


 

Equilibrio justo, clara potencia,
su próvida entraña todo resume:
del fruto nuevo la sabrosa ciencia
y el espíritu vago del perfume.


 

¡Ah, que no era el reinado de la larva
obscuro, yerto y hórrido! ¡Que no era
el negro paraíso del gusano,
sino una deleitosa primavera!


 

- III -

 

—¿Viajero, de dónde vienes,
que así sonríes callado?
¿Qué canción escucharon tus oídos,
qué fruto gustaron tus labios?


 

—Vengo de la Comarca de la Muerte
donde el rostro de Dios iluminado
se reflejó en mi corazón suspenso,
por yelo y fuego suyos rescatado.


 
 
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