Elegías

  Ay! sólo tú dormida para siempre.
  Jorge Isaacs
 

  

- I -

 

  Volviera a ser el día con su trompeta de oro
  y ella aún en la noche de sus cabellos largos
y de sus ojos ciegos.
Volviera a ser el día como una rosa cárdena
y ella aún en la noche de sus venas dormidas.
¡Oh, raíces, oh, tallos que nacéis de su cuerpo
sombrío, vosotros sí conocéis el día,
el vuelo de los pájaros, el aire azul, las nubes,
y ella en la noche de sus huesos, dormida!


   

- II -

 

DE su voz ya desnudos mis oídos:
caracolas sin mar. Mis manos trémulas
desnudas de su piel como de agua:
cántaros rotos.


 

¿Dónde su voz ahora, en qué follaje,
en la tumba de qué hoja o gota de rocío
duerme? ¿Y la leve, pálida comarca
de su piel bajo qué luna floreciendo?


 

Un vago efluvio de la noche trae
cómo era de niña su mirada
sin lágrimas; pero este vago efluvio
es una sutil brisa salada.


 

Canten los ruiseñores de la sangre
su nostalgia de ella,
que en caminos de viento arrebatada
pertenece a otra dulce primavera.


 

- III -

 

NUNCA me pregunté si había existido
con existencia material de rosa o nube;
pero existía en mi sueño: así tocóme
el inmenso dolor de verla muerta.


 

Muerta en los días dulces
de marzo, cuando era más honda
la vida en las arterias de los gajos
y una brisa mecía las canciones.


 

Acaso ahora rosa sea o nube
en el día sin fin y alto de los ángeles;
o acaso nunca fue; pero en mi sueño
yo cultivé el dolor de verla muerta.


 

- IV -

 

  ¡Qué poco vale el hombre, qué poco!
  Un río, un árbol, una piedra incierta
  —una sombra de pájaro o de nube—
  afirman la presencia segura de lo que son.
  J. Pérez Domenech

  

MÁS sombra sobre la tierra —acervo de lágrimas y sangre—
proyectó una nube de estío que su paso.
No quiso comprender por qué los hombres se odian,
por qué hay llanto en los ojos de los niños,
por qué se mueren los pájaros.
Él amaba la vida. Su alegría era sencilla
y cándida—su parva ración de alegría—
que ofrecía a los hombres. Mas los hombres
tenían el corazón sórdido y no comprendían:


 

—«¿Por qué un hombre ofrece su alegría?».


 

Su dolor fue para él solo.
Si no aceptaban su alegría los hombres,
¿quién iba a beber sus propias lágrimas?
Hubiera podido ostentar su soledad
como una bandera; pero como era tan humilde
no quiso humillar a los hombres con su fuerza.


 

Ha mucho tiempo que un musgoso olvido
le cubre ya por siempre.
De él apenas queda un nombre vago
—en viejos labios—
y su propia y vana muerte.


 
   
Anterior
Poema
Siguiente
Poema